El miedo es el único sentimiento más irrevocable que el dolor. Los semblantes de los vecinos de Lorca no trazaban el mapa resquebrajado del terremoto que habían vivido, sino la avanzadilla desencajada del seísmo futuro, lo que nos espera. Una catástrofe es el momento en que lo inmediato desplaza a cualquier veleidad trascendente. De repente, el acuciante más acá desplaza al más allá esotérico. El ser humano retoma sus raíces, porque la tierra trema bajo sus pies. No hay venganza de la naturaleza, ni mucho menos enfrentamiento. La devastación mide el momento de mayor hermanamiento con el entorno, el registro de que ni un átomo hecho carne escapa a las leyes de Newton.

Nadie siente miedo un minuto antes de que se produzca un terremoto, pero hasta los supervivientes más temerarios comparten el terror a un segundo seísmo, en cuanto se ha producido el primero. Los habitantes de Lorca, representantes amenazados del vecindario español, fueron bruscamente sacudidos de sus convicciones de estabilidad. El maquillaje de millones de años de adaptación al medio desaparecía de los cerebros. El descubrimiento de que no hay niveles de protección, sólo de riesgo.

Se educa a las crías de la especie para vivir con los pies en la tierra, la suprema ironía cuando el terremoto reesculpe la superficie del planeta. Sería más realista, y más inaceptable, repetirse a diario que la vida transcurre sobre una bola de fuego que viaja a miles de kilómetros por hora, mientras gira sobre sí misma como un derviche. A veces la llaman paraíso. Sin embargo, los vecinos de Lorca que somos todos repasaban lo sucedido en términos de ficción, "era como una película". El ser humano ha asumido su hegemonía, hasta el punto de desterrar la hostilidad del entorno más inmediato a la categoría de fábula. Esta noche puede verse 2012 como una película aceptable, mientras los numerólogos insistirán en la maldición del día once. Reducir lo inhumano a la contabilidad humana, esa simpleza llamada ciencia.