Uno espera del Fondo Monetario Internacional (FMI) noticias dramáticas sobre el recorrido económico, o en su defecto repuntes milimétricos del crecimiento, pero en ningún caso la presunta comisión de tres delitos sexuales por su director gerente, el socialista Dominique Strauss-Kahn, conocido por DSK y por su capacidad ilimitada para curiosear en el sexo femenino. La insatisfacción del deseo del llamado a ser aspirante a la presidencia de Francia se ha concentrado en el hotel Sofitel, en el 44 del oeste de Manhattan, donde, según el relato acusatorio, abordó a una camarera con el supuesto interés de abusar sexualmente de ella. ¿Puede estar el futuro de la crisis en manos de un ser desequilibrado por el sexo?, se preguntan ya en los corrillos que esperan el achicharramiento político del contrincante de Sarkozy, y también entre los ciudadanos que aspiran al detergente capaz de limpiar, de una vez por todas, las bacterias malignas que se han instalado en el desarrollo económico de los países de segunda o tercera velocidad de la UE.

El brillante DSK tiene asignado una pegatina imborrable, no delictiva: enfatizar a la mujeres, que diría un psicólogo argentino. En 2008, en el FMI, sufría una investigación por presunta utilización de su responsabilidad directiva para mantener relaciones con una empleada de la institución. Fue exonerado tras pedir disculpas y recibió el perdón de su esposa, periodista y rica heredera. Ella y sus colaboradores hacen lo indecible para no poner a la vista de tan prometedora carrera un cuerpo que pueda destruir tantas ilusiones: las encuestas francesas lo situaban (difícil ahora hacer el recuento de consecuencias tras el escándalo del Sofitel) como el oponente aventajado frente al marido de Carla Bruni. Pero a veces resulta imposible que la red salvadora alcance los desahogos de alcoba de un político que, al igual que cualquier viajante, se manifiesta por lo impredecible en geografías ajenas y anónimas. Cuenta la leyenda, o más bien el libro Los secretos de un presidenciable, firmado por el seudónimo Cassandra (¿una venganza? ¿un panfleto?), que hasta el mismo Sarkozy le dijo un día a DSK que no se metiese en un ascensor con una becaria, pues los franceses, subrayó el también mujeriego, no perdonan escándalos, sean presuntos o inventados.

El acontecimiento que podría truncar la carrera del mirlo blanco de los socialistas gabachos es, sin lugar a dudas, un magnífico medidor para saber hasta qué punto el amarillismo sexual afecta de forma definitiva a la proyección política de una estela. Si la economía no estuviese en crisis, el presunto desfogue de DSK entraría con más calma en la escena internacional y con menos alarma social. Pero no es el caso. Igual que ocurre con los pelotazos, despropósitos bancarios y enriquecimientos con efectos colaterales, la base social no perdona una: hasta la vida privada del animal político debe responder escrupulosamente al objetivo que se le asignó, pagado con un sueldo que le permite, como menos, un tratamiento de desintoxicación al estilo Tiger Woods, que reconoció que necesitaba terapia para su incontinencia sexual. Los perfiles trascendentales acabados entre las sábanas o los despachos han sido demasiados, aunque casi siempre sale victorioso el pragmatismo frente al ostracismo. Un caso apoteósico fue el del demócrata Clinton, perseguido durante su presidencia de los EE UU por el rastro de semen que dejó sobre el traje de la becaria Lewinsky. DSK podría terminar en la hoguera, o recibir la clemencia de los que tienen claros los porcentajes de su estilo, aunque también podría ser él una víctima. Ahora falta el relato de la camarera.