Puede que Inés, Rosa, Teresa y Miren fueran muy distintas entre sí. Pero las personas que limpiarán sus lápidas a partir de ahora conocen perfectamente con qué canción se emocionaban, su color preferido o aquella anécdota que les gustaba contar en las comidas familiares y con la que invariablemente hacían reír a todos. Quizás los seres queridos que han rogado una oración por sus almas en las esquelas que han aparecido en los periódicos a lo largo de esta semana sepan decir con alguna precisión en qué año se enamoraron -si es que así fue- del hombre que les ha arrebatado la vida con un hacha, un cuchillo o un puñal, pero con el mismo brillo rabioso y vacío en la mirada, un destello tan incisivo como el propio acero, nunca tanto sin embargo como los miles de heridas diarias del desprecio, la humillación y los celos irracionales. Y jamás tan afilado como ese tintineo de llaves en la madrugada al otro lado de la puerta, como esas palabras agresivas y ese hervidero negro de las entrañas podridas que se convierten en un golpe que deja una huella primero macilenta, turquesa después, que duele en la piel y que abrasa el alma. Inés, Rosa, Teresa y Miren son los nombres de las cuatro últimas víctimas de la violencia de género de sus parejas de hoy y de ayer.

Inés, Rosa, Teresa y Miren comparten más cosas al margen de lápidas y cenizas. Buscaban una luz y creyeron haberla encontrado, pero de repente se hizo la oscuridad y se perdieron dentro de un túnel del que no vieron la salida. El último resplandor que vieron en sus vidas fue el reflejado sobre las hojas plateadas de un arma blanca. Coinciden en otra cosa. Entre las cuatro han elevado hasta 27 la cifra de mujeres asesinadas este año. Ni son cuatro ni son 27. Cada una es una vida arrebatada, un agujero negro que se traga los cimientos sólidos sobre los que se supone se asienta esta sociedad. Y hoy se juega un derbi y las autoridades lo declaran de máxima seguridad, porque lo que parecía un buen partido, como algunos hombres, puede terminar en tragedia.