Hoy se constituyen los nuevos ayuntamientos (ochenta y ocho en las islas) y el hecho, aunque rutinario, tiene dos componentes esenciales: uno aritmético y otro lingüístico. El primero está basado en la operación suma, y a pesar de su simplicidad legal, en muchos casos las discordancias ideológicas llevan a la incoherencia de sumar peras con manzanas. Al final, lo que se persigue es tocar poder, porque vivir en la oposición equivale a levantar una jaima en el desierto, y ahí se pasa mucho frío. El segundo componente está directamente relacionado con la palabra. En una hora, entre once y doce de la mañana de este sábado, se pronuncian en nuestro país treinta mil discursos (cuatrocientos en Canarias). El hecho merece una entretenida reflexión. Partimos de que la democracia se fundamenta en la palabra. Desde el momento en que se convocan las elecciones, la autoridad vigente queda suspendida, pasa a estar "en funciones", se limita su discurso (prohibición de inauguraciones). El discurso libre y abierto pasa a la plaza pública, a la calle, al bar, a la televisión o al foro/blog de Internet. Y es aquí donde, durante quince días, se trata de remover con la palabra mitinera la conciencia ciudadana. Tras las elecciones (recuento de votos y suma de concejales), el discurso vuelve a ser enarbolado por la Corporación. La constitución del ayuntamiento es un ritual. Cada portavoz ofrece las razones por las que se halla sentado en su escaño; unos justifican la derrota con dardos envenenados, y otros pregonan el triunfo que les ha dado la ciudadanía. Finalmente, el alcalde o alcaldesa se inviste de autoridad con su primer discurso y regresa la normalidad del poder. Sin embargo, es un texto oral adaptado a la institución, a lo políticamente correcto, se amolda al miedo de la representación. El discurso se le vuelve a secuestrar a los ciudadanos (exclusión, según Foucault); regresa de la plaza pública al ámbito institucional y comienza a convertirse en discurso obsceno, donde los límites entre la verdad y la mentira se diluyen. Empieza a caminar la máquina del poder. Aunque hay lugares donde, tras recoger el bastón de mando, el discurso del alcalde se reduce a "después de esto, vámonos al bar". Es el no-discurso. La esencia de la conversación y de la mirada.