Pertenece a otro tiempo. Por eso tiene un cuerpo extraño, tan distinto al del resto de los peces del charcón. Su nadar no resulta especialmente grácil, quizás porque forma parte de esa nómina de animales marinos que estuvieron a punto de dar el salto a tierra y convertirse en lagartos. Pero el caboso se quedó a medio camino. De ahí que, aunque habite en el agua salada, sea fácil verle reposar la panza en los bordes de los charcos que crean las mareas. En ocasiones se le descubre mirando a lo alto, desparramando su mirada por el espacio terrestre exterior, asomado al mundo donde viven los humanos, así que se difumina la certeza de quién observa a quién. Posee unos ojos escrutadores que se agarran a los nuestros, como queriendo adivinar algo que les anime a dar el paso definitivo.

A veces llegan a sus dominios familias que tienen perros que se llaman Che, Sócrates, Linda o Sultán, con niños que entran y salen de su reino transparente. Al final del día siempre queda una bolsa, una botella, un periódico que habla de la crisis financiera, la inevitable lata. Llega también el eco de las humanas preocupaciones y su estupidez. Piensa entonces que acertó quedándose en la charca.