Cristina no contempla la existencia con temor y de espaldas al mundo, como lo hace en el lienzo la otra Cristina de Andrew Wyeth. Tampoco es, por tanto, la mujer que mira con desasosiego la distancia que va de sus ojos a la realidad. No.

Cristina blande su mirada desde algún rincón del mundo hecho de agua mansa. Una estancia elegida que ella sabe forma parte del fuerte oleaje de alta mar. Porque no lo ignora, apuesta por afrontarlo a base de negociar con las esquinas de ese laberinto líquido. Lugar de destino y de amenaza de naufragios donde ella hace hueco a un remanso de calma.

No es cuestión, desde luego, de seguridad amurallada. Menos aún, de pulsión por desaparecer, propia de una edad más temprana. Es tomar la delantera al vértigo del último salto, retirar anclajes engañosos y ejercer el derecho a no simular cierta dicha. La dicha tirana que oculta que todo lo interesante ocurre en la sombra, la otra cara del color de la luz.

Cristina sabe que ninguna vida está diseñada para malograrse, pero también que somos lo que hemos perdido. Todavía más: somos ya el común e ineludible porvenir. Así proclama desconsolada ante la muerte de un hermoso amigo: Cuánto dura aún el futuro, hermano mío. Sin embargo, su lamento, lejos de sustraerla de la vida, la afirma en su lado más noble. Por eso reclama la anticipada reparación de cualquier perspectiva de acritud o resentimiento y el olfato en la detección de ánimas rancias que todo lo intoxican. Se trata, entonces, de hincarle el diente a la magdalena de Proust para que todo vuelva a modo de larga deuda de amor y de vivir entre la gente que tiene la cara de la gente que ama a la gente.

Sobre todo esto, y mucho más, se habla en el libro recién publicado que lleva el título "Relatos de aire y otros tigres". Prosa poética venida de la escritura intertextual, limpia y elegante, de Cristina R. Court, mi hermana Cris. Cristina.