Es un efecto que gravita sobre las grandes ciudades, desbordadas por su concentración de población y extendidas áreas. ¿Cómo vigilar todo? Se requerirían regimientos, divisiones enteras. Las ciudades y, consiguientemente, sus ciudadanos, se hallan atosigados entre el denso torbellino humano. No se busquen lugares plácidos, para ensoñaciones idílicas o indagaciones más profundas como aquellas que evocara Margarita Sánchez Brito (Espejos de la Memoria, 1999): "En los años veinte ¿qué se hacía en una ciudad como Las Palmas?, ¿qué se pensaba entonces?" Imposible imaginárselo. Cada espacio de la vida corresponde a su tiempo. La primera impresión que obtuvimos, arribando desde nuestro pueblo natal, Gáldar, Camino Nuevo abajo (Bravo Murillo), fue la inmensa mole (así la veíamos) de la Casa de Don Bruno, hoy centro hotelero. Esas cosas impactantes de la juventud quedan fijas para siempre.

Sin embargo, como en el verso de Machado, se hace camino al andar. Las perspectivas actuales son muy distintas. Si por entonces bastaban unos simples guindillas, sin otra arma que una porra, para atender el buen orden de una ciudad que casi era un pueblo, ¿cómo es posible controlarla ahora? Esto, lo mismo que ocurre en Las Palmas de Gran Canaria, se plantea en cualquier ciudad del país... Si usted se ve impulsado a requerir los servicios de un agente municipal o de la Policía Nacional, durante el día y muchísimo peor si es durante la noche, encomiéndese a los ángeles custodios. Pida auxilio, grite, no encontrará otra cosa que el eco de su propia voz. ¿Y qué pasaba en otros tiempos? Vaya: en los años cincuenta había al menos un vigilante municipal asignado a cada barrio o zona. Recordamos: cuando era alcalde de la ciudad Francisco Hernández González (Franito), en las espesas nocturnidades los agentes patrullaban en bicicleta. Y eso bastaba para sentirse en cierto modo protegidos. Ha habido alcaldes muy honorables, y gestores eficaces, a los que apenas si se les recuerda. Por ejemplo, José Ramírez Bethencourt. Era el primero en llegar a la sede consistorial, en la plaza de Santa Ana, y hasta hacía tiempo para recorrer los mercados municipales en horas mañaneras, comprobando si todo funcionaba debidamente, cuando dichos recintos eran la despensa de la alimentación cotidiana. Él impuso esta práctica. Dedicación plena, por una nimiedad de compensación económica: apenas un raquítico tanto por ciento del escuálido presupuesto del Ayuntamiento.

Hoy, los políticos que mandan y gobiernan gozan de espléndidos emolumentos. Por supuesto, no criticamos que sea así. Lo que pasa es que se perciben evidentes grietas en múltiples aspectos. Ahí están, como muestra, las peticiones de los distritos.

Seguiremos sin guardias vigilantes, sea quienes sean los que lleven las riendas. Mejor que si se ve en apuros no espere auxilio inmediato. Pies en polvorosa... si es que las fuerzas físicas se lo permiten. Encima, ahora, suspendida la vigilancia durante la mañana ¡y noche! en los parques. Mejor echarse a la selva.

Si a todo ello añadimos el magma de ruidos que emerge por los cuatro costados ¡en esta ciudad no hay quien viva! Lo hemos tratado en artículos anteriores. Asombroso. ¡Se carecía de sonómetros, medidores de las estridencias! Creemos que más bien hacen falta sonómetros -o cencerros- que activen a los mandatarios municipales (de cualquier lapso político). No hay peor lacra que la amorfa quietud. Expresado de otra forma: el pasotismo como fenómeno de endémica inercia.