Una de las realidades de nuestra cultura actual es la importa-ción de formas de vida foráneas. Un ejemplo de ello es la fiesta de Halloween, degeneración de las festividades -pagana de origen celta y, religiosa, la católica del 1 de noviembre-, que se promueve incluso en las escuelas.

La celebración se ha convertido, con el tiempo y la descomposición ética de la sociedad, en un festejo idólatra. Se homenajea el fuego fatuo y se ridiculiza la memoria de los difuntos, pues no resulta casual que se haya escogido como fecha de celebración precisamente la madrugada de la festividad cristiana de los difuntos y se use un esqueleto como icono de la fiesta, promoviendo la burla hacia los finados, con una frivolidad tétrica realmente abominable. Esta subcultura de la noche de brujas se ha popularizado en nuestro país, gracias a los medios de formación de conciencias, singularmente la televisión y el cine.

Se implanta, así, una cultura de masas al servicio de los grandes intereses de mercado, transmitiendo valores morales perniciosos, muy distintos de los propios, heredados de nuestras anteriores generaciones.

Es cierto que la recordación artificial y el culto a los muertos en la cultura occidental suponen un beneficio de mil millones de euros para las empresas de servicios funerarios. Los cementerios, aunque parezca esperpéntico, se han ido privatizando; alrededor de 2.500 empresas, con los tanatorios y los servicios funerarios tradicionales como principales activos, se reparten esta tarta de negocio de los inanimados. Pero también lo es que ahora hay que añadir los enormes dividendos comerciales del fenómeno festivo de Halloween, en el entorno de la imagen luctuosa, parcial del final de la existencia humana.

Al negocio ascendente en torno a la muerte en los últimos decenios se añade ahora la implantación de tal adefesio feriado como parte de nuestro amplio folclore local, priorizando la ganancia y el desenfreno a la cultura de nuestros abuelos que ha quedado reducida a los testimonios orales de nuestros antecesores.