Jorge Luis Borges escribió que la democracia era un simple ejercicio de números. No es así, exactamente. Le faltó entender que la mayoría cuantitativa era avasallada en múltiples ocasiones por el mal llamado voto de calidad, injusta figura totalitaria transformada en veto. Ocurre en la ONU, donde Rusia, China, Estados Unidos, Francia y Reino Unido pueden, individualmente, boicotear las propuestas de las mayorías absolutas. Ese será el destino de la petición de admisión en la ONU de Palestina como Estado soberano, debido al anuncio de Estados Unidos de ejercer su derecho a veto para que eso no ocurra, a pesar de la mayoría de votos de los países que consideran que es injusto que los palestinos no sean, aún, un Estado reconocido por Naciones Unidas. Los intereses particulares, de razas, clanes, dinero y bastardas afinidades, dejan bien patente el clamoroso fallo democrático de la Primera Institución mundial. El débil será zarandeado, una vez más, por la minoría. Consecuencia: seguirá el problema de Oriente Medio y las injusticias con este país árabe.

Fue más certero José Saramago al afirmar que, mientras siguiera primando el poder del dinero, era absurdo hablar de democracia. Si el objetivo de ésta es la libertad y la igualdad que nos lleven hacia el bienestar, debemos creer que mientras exista la ignorancia, la necesidad y la pobreza es el dinero -con esa sutil desviación semántica, llamada mercado-, la piedra angular, el dios omnipotente que impone unilateralmente las reglas del juego, decide quién entra y quién sale, castiga o premia. Es el dinero el que compra favores, paga traiciones, corrompe, viola virtudes y coloca una engañosa puerta común para todos, ocultando la otra puerta de paso restringido.

La democracia fue -y es todavía- una promesa, anclada en posiciones estáticas como la Constitución y las Religiones, con cadenas visibles y conocidas, que la han aprisionado a mitad del camino. Y como las religiones, está servida por un cuerpo de intermediarios llamados políticos, que entienden que el simple derecho al voto es el caramelo rancio que nos tiene que alegrar a todos. Y con eso debemos sentirnos satisfechos, dentro de las opciones del sí y el no. Hacen promesas, pero no las cuadran en programas coherentes y serios. Al final todo es una amalgama de soflamas etéreas que no diferencian casi nada a estos malabaristas de la palabra. Por eso es fácil la alianza de los partidos, tan necesitados unos y otros del poder y sus privilegios. Pueden pactar un cambio de la Constitución sin consultar al pueblo, o vender Rota por un plato de judías, colocando la base de misiles interceptores sin inmutarse, tal como ha hecho Zapatero. Realmente la teoría del político es que tú, en una pequeña papeleta sin cláusula alguna, le has traspasado todo el poder de hacer en tu nombre lo que le venga en gana. De esta manera salimos de la Guerra de Irak, pero nos fuimos a la de Afganistán y a la esperpéntica de Libia, sin más explicaciones ideológicas. Y a callar toca, hasta dentro de cuatro años. Nadie nos dice por qué Libia y no Siria, Yemen y Arabia Saudí. Y conste que soy contrario a cualquier guerra.

Al final llega la pregunta: ¿Realmente puede llamarse a esto democracia? Democracia se ha convertido en una palabra hueca, falaz, mentirosa, que sirve de parapeto y respuesta única, un vaciado completo del concepto y una exaltación magnificada de una palabra tan vulgar en sí misma como cualquier otra. Hay que dejar bien claro que la democracia es un vestido sin botones y que si no logra el bienestar, a través de la igualdad y la libertad, es un muñeco sin vida y sin alma, por mucho que le pinten la cara. Hay que hacer que los políticos abandonen las oscuras veredas y entren en la luminosa autopista, para que los veamos todos, con sus virtudes y defectos. Y hay que hacerlo cueste lo que cueste. Y cuanto antes.