Con Iñaki Urdangarín se demuestra una vez más que el niño bueno, peinado con raya y agüilla y con el uniforme del cole impoluto, esconde a veces al mayor gamberro. Se nos había vendido una moto falsa, que contraponía el fracaso del matrimonio del patinetero y extravagante Marichalar con doña Elena al del ex jugador de balonmano con doña Cristina.

Estos últimos eran sencillamente perfectos, conviviendo en imperecedera armonía con un ejército de vástagos rubicundos indistinguibles entre ellos, que siempre parecían más que la vez anterior. Como si fueran los conejitos de la Carta a una señorita en París de Julio Cortázar, los hijos de este matrimonio se multiplicaban de forma insensata, y los españoles hace tiempo que perdimos la habilidad y las ganas de contabilizarlos.

Pero Urdangarín nos andaba engañando. Aseguró que se retiraba del balonmano y sin embargo, y siempre presuntamente, siguió metiendo goles, aunque a las arcas públicas. Ahora, desde Washington, a donde lo trasladaron cuando el tema empezó a oler mal, asegura que defenderá su "honorabilidad e inocencia". En fin, lo de rigor en estos casos. Al menos las patinetas eran baratas.