Son las 18.41 de este domingo de elecciones y aún no he pasado por mi colegio electoral. En realidad, ni siquiera me he molestado en comprobar si me corresponde la misma mesa de los últimos años. Nunca, desde hace mucho tiempo, falto a la cita con las urnas. Una vez escuché decir a alguien que no ir a votar es como hacer un desprecio a quien te invita a una fiesta, y la democracia lo es. Por lo tanto, suscribo esa interpretación. Es más, soy de los que emplean con frecuencia el voto en blanco cuando el compromiso está poco claro. Es el mal menor del elector responsable, el recurso perfecto para tener la conciencia tranquila. Hasta por correo recuerdo haber votado en los tiempos de exilio universitario. Elecciones generales, locales y autonómicas, europeas y referéndum. Votar es un deporte sanísimo. Depositar la papeleta en la urna deja a uno en paz consigo mismo. Pero en todas aquellas convocatorias anteriores había una cosa en común: quería ir a votar por encima de todas las cosas. Y hoy no tengo esas mismas sensaciones. Al contrario, cada minuto que pasa siento exactamente todo lo contrario. La ansiedad es por que lleguen las ocho de la tarde y cierren los colegios. Son las 18.56.