La aparición de Franco entre los espacios colaterales del exquisito traspaso de poderes entre el PP y el PSOE lleva a pensar, de entrada, que el banderín de la memoria histórica de Zapatero ni está ni se le espera en la recogida de información que hace la empollona Sáenz de Santamaría. La eclosión del futuro del Valle de los Caídos a ultimísima hora, acompañado de una rogatoria de Jáuregui para que Rajoy no se olvide, reafirma la impresión de que el asunto mejor ni mentarlo en la entrega oficial de la herencia socialista. Y si todavía hay alguna duda, atendamos al trompetazo del ministrable Pons, que declara el desahucio del expediente porque lo que les interesa ahora a los españoles es el paro y no los huesos del dictador. La previsible bajada del suflé de la memoria histórica con el PP era de trabajo de fin de carrera: nunca le ha interesado excavar en las tumbas de los muertos de la guerra civil y menos todavía la conversión del siniestro Cuelgamuros en un símbolo de la concordia española. En realidad, el PP nunca ha hecho en sede parlamentaria una reflexión en voz alta sobre cómo abordar los requerimientos, al respecto, del maltratado inconsciente colectivo de los españoles. En síntesis, siempre se ha cuidado de no llevar la contraria al franquismo sociológico de sus padres fundadores, del que Fraga podría ser el último mohicano, ni tampoco de hacerle ascos a un neofranquismo que equipara la destrucción humana de vencidos y vencedores. La conclusión es que, por desgracia, las bases de una memoria histórica consensuada no han sido posibles, y que el pensamiento de Mariano Rajoy y de su equipo futuro sobre el melón que abrió Zapatero es desconocido, inodoro e indoloro (hasta el momento).

El mismo dictamen evacuado por la comisión encargada de aconsejar sobre el final más feliz para los huesos de Franco es sugerente, para mayor despecho, con la oposición que acarreará un traslado de los restos a un cementerio. La última palabra la tienen la Iglesia, o sea la Conferencia Episcopal, titular jurídico del espacio sagrado, y la intocable familia. La compleja consecución de sendas autorizaciones habla, por sí sola, de la laboriosa hazaña de destejer la telaraña de una Transición que quiso creer que la vuelta del exilio, la legalización del PC o la amnistía eran la medicina de todos los males. ¿Puede vivir España sin que se toque el Valle de los Caídos, sin que haya una solución a la tumba de Franco, y sin que las familias con republicanos enterrados allí puedan saber qué hacer con sus restos? Claro, el gobierno entrante puede mandar al cajón que teme Jáuregui un asunto que le resulta desagradable, incompatible con su idea motriz de ir hacia adelante y que tiene el rejo envenenado de la imputación al juez Garzón por investigar, precisamente, el franquismo. Un conglomerado envuelto con el celofán instigador ultra que promovió el proceso al magistrado. Un jardín de púas.

Al PP de la era Aznar le trajo sin cuidado desempolvar los equívocos no suturados de la Guerra Civil y la represión. Pero la diferencia con la etapa que ahora se abre es que ya hay creada una expectativa, pese a que el proceso se quedó a medias. Y otro aspecto a tener en cuenta es que el PSOE mantendrá su proyecto en la oposición. De la misma forma actuará la crecida de IU, que siempre reclamó a Zapatero el cumplimiento de sus compromisos contraídos en el ámbito de la memoria histórica. También podría ocurrir, que todo es posible, que Mariano Rajoy empiece a preocuparse de estos asuntos tan marginales para que dejen de ser patrimonio exclusivo de la izquierda, y enseñe la patita de su inventiva.