El Gobierno ha creado la reforma laboral perfecta, pues permite despedir a todos los españoles. Se estabilizaría así el número de parados. Un empresario con más de cincuenta trabajadores no sólo puede liquidar a su plantilla comunicándolo por facebook, sino que puede echar a un ministro. O al presidente del Gobierno, a partir de los mil empleados. Los asalariados encajan con deportividad olímpica -de Grecia, ¿lo pillan?- el decreto donde se dictamina que al final de cada jornada serán informados por si les sale a pagar. Sin embargo, en la polémica se ha colado el estribillo de que cobrar por trabajar es un residuo franquista. Hasta ahí podíamos llegar.

A quienes somos lo bastante viejos para haber trabajado siempre en democracia, nos sorprende la docta opinión del patrono Juan Rosell, cuando señala que en la legislación laboral "todavía quedan cosas del franquismo". Y por supuesto, urge a suprimirlas. Que se sepa, los españoles iban a la playa durante la dictadura, y a nadie se le ha ocurrido que la desaparición del despotismo supusiera la eliminación de tan saludable hábito. Según la derecha empresarial, Franco lo hizo todo bien excepto la economía, pues mimó a los obreros hasta adocenarlos, mientras se ensañaba con los potentados. Un populista, el generalitísimo.

Contra Franco trabajábamos mejor, pero la acusación a los empleados de comportarse como privilegiados del franquismo va más allá de la esfera laboral. Se trata de lanzar una acusación que siembre dudas sobre el pedigrí ideológico de quien aspira a un sueldo, para consumir los productos que enriquecen a sus fabricantes.

El degenerado que se opone a la reforma laboral no sólo sería un vago y maleante, sino además un nostálgico de los "regímenes totalitarios", por utilizar el término a que recurre el Supremo cuando se zambulle en la prosa de los tertulianos de Intereconomía. El empresariado debe considerar que el artículo de la Constitución donde se estipula el derecho a un "trabajo digno" también es franquista. O peor, democrático.