Soy una de las personas que ha visto más partidos de baloncesto de alta competición desde el banquillo de los suplentes. Durante un entrenamiento, la figura del equipo -que sólo me aventajaba en quince centímetros y en otros tantos kilos- me propinó un tremendo codazo en un ojo, que requeriría de tres puntos de sutura en el párpado. Nuestro entrenador contemplaba el partidillo desde la banda y, en cuanto se produjo el incidente, saltó disparado a la pista. Con semblante alarmado se dirigió a la carrera hacia el lugar donde nos encontrábamos, y una vez allí examinó con preocupación... el codo de su estrella, para verificar que no se había lastimado al golpearme. Si hubiéramos sido un equipo de la NBA, el técnico me hubiera rematado en el suelo, por violar el radio de seguridad de su jugador franquicia. Aquel día entendí en qué consiste el deporte de élite.

No me quejo, todo lo contrario. Si el entrenador se hubiera interesado por mi ojo antes que por el codo blindado de su figura, yo mismo hubiera increpado al técnico y hubiera reclamado su destitución.

En la alta competición no hay derechos humanos, sólo humanos derechos. De ahí que debamos ser comprensivos cuando el Gobierno desprotege a millones de trabajadores con la reforma laboral, y simultáneamente declara la guerra a Francia por un programa de guiñoles que afrenta a cuatro estrellas multimillonarias del deporte.

Otra vez con la viga en el ojo o el codo ajeno, España se toma el dopaje a broma pero no le gusta que se lo recuerden. Por supuesto, ninguna de las figuras del deporte será movilizada para la guerra con Francia, porque su apretado y millonario calendario no les deja fechas libres. A cambio, venderán prendas a ambos ejércitos, como empleados de las marcas transfronterizas de ropa. Tomemos a Nike, por ejemplo, que abona suculentos contratos a algunos de los deportistas españoles de élite tan agraviados, y al mismo tiempo abona 320 millones de euros por vestir a la selección francesa de fútbol. ¿Puede alguien tomarse en serio un conflicto así?