Hace justamente 45 años entrevisté para LA PROVINCIA a Manuel Padorno, entonces trasterrado en Madrid con Millares y Chirino. Hablamos en el Museo Canario, donde aquella noche daría él una conferencia. Sin rodeos ni anestesia, me dijo que Domingo Rivero era a su juicio el más importante de los poetas canarios de todos los tiempos. El impacto fue considerable. Los dioses mayores de la lírica insular, preceptivamente consolidados, no incluían al autor del genial soneto "Yo, a mi cuerpo" y de un centenar de poemas más. Lo reviví al ver la plana del periódico en el inmejorable documental guionizado, dirigido y narrado por otro Padorno, Eugenio.

Fue durante la inauguración, el lunes pasado, del Museo Poeta Domingo Rivero en un edificio de la calle Torres levantado sobre el solar de la casa que habitó el poeta hasta su muerte en 1929. Una casa frecuentada por los hermanos Millares y por Tomás, Alonso y Saulo, donde correteó una niña, Josefina de la Torre, cuyos primeros versos revisaba el poeta. Así lo evocó su nieto José Rivero Gómez , presidente y principal animador del Museo, que condujo en el excelente espacio habilitado una ceremonia digna del 160º aniversario del nacimiento de su ancestro. Tras el vídeo que resume la vida y obra de Rivero con impecable estética, el historiador Sergio Millares enmarcó su trayectoria en una rigurosa descripción verbal e icónica de la ciudad de Las Palmas de entresiglos; el crítico Jorge Rodríguez Padrón glosó magistralmente su poesía, posponiendo la erudición profesoral a la seducción de la voz lírica y sus derivaciones filosóficas. La atmósfera estaba a punto para que otro enorme poeta, Arturo Maccanti, pulsara el registro emotivo leyendo los versos que dedicó a Rivero.

Dos hermanos, Manolo y Eugenio, ambos poetas de primera magnitud, circundaban mi propia galaxia de sensaciones, sin olvidar a otros muy citados, Manolo González Sosa y Andrés Sánchez Robayna, de quienes me siento igualmente en deuda. Manolo Padorno fue profético y apasionado, infatigable impulsor de los grandes al tiempo que quintaesenciaba su obra en la suprema ascesis formal. Eugenio escinde en la crítica literaria su pasión dominante, que es la creativa, y no hay orfebre que le supere en bruñir los nobles metales y sonidos de la palabra poética. Y González Sosa, generoso propagador, como los Padorno, de la obra ajena, habitó voluntariamente el espacio del silencio mundano para que diera el verbo testimonio casi único de su vida.

Para ellos y otros muchos fue y es Rivero inspiración y ontología, razón de ser en alguna medida. Agradezco a mi viejo amigo y compañero Pepe Rivero esta nueva luz en el mapa cultural de la Isla y las vivencias de un acto que augura rearme cuando todo parece claudicar.