Nuestro pequeño mundo es sencillo. Los ricos convencieron a los pobres de que podían ser ricos en apariencia, empeñándose como ellos. Pero con la pequeña diferencia de que los pobres se empeñan y venden su alma al diablo del capital, mientras que los ricos son el diablo. Esta descripción tan simple está detrás del velo de la actual crisis: el sistema necesita fortalecerse, la banca mantener beneficios y salarios de vergüenza, los políticos en el poder pertenecen a la misma casta, cachorros del capital, sus hijos biológicos/putativos. No hay temor al comunismo revertido en horror, ya no existe: no hace falta potenciar fascismos que garanticen el sistema. Salvo excepciones, como el asesino de Noruega o el de Francia. Se trata de seguir provocando miedo, mucho miedo, y, por consiguiente, resignación. Porque se ha conseguido individualizar los problemas, se ha logrado que la solidaridad sea un atraso y se sustituya por la beneficencia, se ha alcanzado el grado absoluto de la miseria al convencer a la mayoría de que de esta sólo pueden sacarnos los mismos que nos han hundido en la desgracia.

Cada mañana, en cada radio, en cada televisión, en casi todos los periódicos, sólo hay espacio para hablar de lo mal que estamos, de lo difícil que lo tenemos, de la ruina que han traído las políticas sociales, hasta ahora derechos, desde ahora, privilegios. La falta de control sobre los mecanismos de acumulación de riqueza de unos pocos, se arregla culpando a los que pagando impuestos, intereses y comisiones, han contribuido al malévolo descontrol. Ni las voces de economistas prosistema racionales, premiados y reconocidos, consiguen poner un punto de sentido común a la cosa.

Nadie está dispuesto a aplicar sus recetas porque supone rascarse los repletos bolsillos. Nuestros tímidos sindicatos convocan una huelga general para este jueves, en la que se discute más de los servicios mínimos que de la causa del problema. ¿De qué estamos hablando?: de gritar fuerte y claro, no de mínimos.