Será por convicción tardía, porque la campaña se la encontraron hecha o porque están demasiado ocupados en poner el país patas arriba; lo cierto es que el gobierno del PP está celebrando los veinte años de la alta velocidad ferroviaria en la España peninsular. Aunque los advenedizos siempre resultan peligrosos porque acaban repercutiendo en fanáticos, me parece bien que por fin se hayan caído del caballo camino de Damasco, y no es una analogía: hacia allá parecen llevarnos.

"El rapidillo de Felipe González" le llamaba Aznar López a la línea de alta velocidad Madrid-Sevilla, antes de que entrara en servicio. Por cierto, Felipe, en sus catorce años de presidente, no puso en servicio ni inauguró ninguna infraestructura, salvo la variante de Despeñaperros, y no porque no hubiera múltiples ocasiones: dejaba la explotación del éxito mediático para otros. Tampoco inauguró ningún hangar vacío a modo de terminal aeroportuaria (T-4 de Barajas, febrero de 2004), como hicieron la inigualable pareja, ahora dispareja, Aznar-Cascos. Bienvenidos, pues, a la celebración del éxito colectivo de las líneas de alta velocidad, que unen personas, que cohesionan los territorios, que son un transporte sostenible y que, en este país, fue una apuesta de un gobierno socialista, de izquierdas. Apuesta que casi destroza el ínclito Cascos, con los innumerables problemas que dejó en la línea Madrid-Zaragoza y los interminables desastres en su continuación hasta Barcelona, que sólo una ministra aguerrida y dispuesta a aguantar tormentas, Magdalena Álvarez, supo arreglar, mejorar y poner en servicio, a pesar de los pesares.

Bienvenidos todos al orgullo de tener unas infraestructuras ferroviarias que saltaron del XIX al XXI sin pasar por la casilla de salida. Por mucho que ahora críticos y expertos de medio pelo las cuestionen: son presente pero suponen futuro en las comunicaciones, si alguien se preocupa por cuidarlas, considerar su utilidad pública, y no caer en tentaciones privatizadoras.