Se discute ahora acerca de si el comercio de sangre debería o no debería liberalizarse. En la actualidad la sangre es un bien estatal, al menos en la medida en que uno no puede hacer con ella lo que le venga en gana. Ni siquiera puede abrirse las venas en la bañera y dejarla correr sin pasar, en caso de sobrevivir, por el juzgado. Lo que proclaman algunos es que si la banca, auténtico aparato circulatorio del Estado, está privatizada, ¿por qué no privatizar también la sangre, cuyo comercio aliviaría las penurias de muchas familias? Después de todo, el dinero, según vamos viendo, es el plasma del cuerpo social. Mientras los euros corren por las arterias de un país, el corazón de este país late con fuerza, bombeando el oxígeno hasta sus zonas más recónditas. Cuando su circulación disminuye, el cuerpo social da síntomas de debilidad, pero también de desorientación. La economía financiera consiste fundamentalmente en vender dinero, en traficar con él. Nadie lo dona de manera gratuita. No hay, en las plazas de nuestras ciudades, autobuses para donar dinero, pero sí para donar sangre. Entras en el bus, te sientas, entregas el brazo indefenso a la aguja hipodérmica y la máquina comienza el trasvase del precioso líquido. Si se puede hacer negocio con la sangre del cuerpo social, ¿por qué no con la del cuerpo individual?

La discusión acerca de la sangre se desplaza con frecuencia hacia los órganos. ¿Por qué no puedo vender uno de mis riñones, uno de mis pulmones, un trozo de mi hígado? No resulta fácil responder a estas cuestiones sin cierto grado de hipocresía o de cinismo. Es cierto que todo se compra y que todo se vende, es cierto que no hay límites en ninguna clase de tráficos. Todas las grandes empresas multinacionales han sido acusadas en un momento u otro de utilizar esclavos en su cadena de producción. Con frecuencia, los esclavos son niños. No hay ningún orden de carácter moral en lo que se refiere a la producción de la riqueza (y de la pobreza por tanto). Pero conviene mantener cierta apariencia de rigor ético, de ley. Para mantener el tinglado resulta imprescindible aparentar que existen unas reglas del juego, que no todo vale. No vale, por ejemplo, vender la propia sangre. Paradójicamente, cualquier millonario podría comprarla.