Cada cual sueña a su modo con esa cajita de pesca de color verde como la que tanto anhela un personaje de una obra de teatro que escribió Strindberg. Su mayor deseo es que la vida le conceda una de esas cajas verdes en las que los pescadores guardan la carnada, el hilo y los anzuelos.

El tiempo transcurre y el hombre envejece sin que se haga realidad su sueño. Sin embargo, finalmente los dioses se apiadan de él y le conceden su deseo. Con el tan ambicionado regalo entre sus manos, se aproxima a la parte delantera del escenario. Observa la caja durante un buen rato y después, en lugar de mostrar alegría, clava su mirada en el público y exclama con profunda tristeza: "No era este verde?"

Una cajita de pesca verde puede ser, por tanto, una cosa muy común y también un milagro. Depende de la clase de ojos que la engalanen, bien de gris o de luz. El posible misterio estriba en la propia mirada, del mismo modo que el misterio del canto de un pájaro reside antes en el interior de quien lo escucha. Como escribe Emily Dickinson en unos versos: "El ave está en el árbol", //me indica algún escéptico.// "No señor: ¡en usted!"

La cajita verde se alojaba en el imaginario del personaje de Strindberg y el placer de la ilusión, como suele suceder, terminó por revelarse superior al placer de la consumación. Cómo iba a alcanzar el objeto conseguido la potencia de lo imaginado. Al final queda encerrado el primero en el desolado desván del cumplimento, un cuartucho que apenas puede competir con la imaginación, con la libertad en el aire. Tal vez por eso nuestros recuerdos favoritos no se remitan al momento de la conquista de los deseos, sino a la atmósfera previa, tejida de planes y de expectativas que crean acontecimientos. Quizá debido también a lo mismo, se tema antes que se extinga el deseo que el hecho de que este no resulte satisfecho. Al menos así podremos seguir proclamando, como el personaje de Strindberg: "No era este verde?"