Los humanos podrían evitar las hambrunas, o que Merkel saliera reelegida el próximo año, pero en ningún caso un terremoto o la explosión de un volcán. En la escala individual, nuestras opciones son tan variadas que podemos dedicar las mañanas a colaborar con Cáritas y consagrar las tardes al asesinato en serie. Tanto si se trata de un dictado de la naturaleza como de una iniciativa individual, los hechos dejan su huella en la memoria. A veces resulta difícil calibrar el valor de un recuerdo, porque aquel acontecimiento de hace décadas lo vivió, o lo sufrió, un ser que ya no es exactamente el que era, a pesar de contar con el mismo DNI. Y en ese desfase estallan a menudo los falsos recuerdos, los grandes espejismos del tiempo.

El tercer y último capítulo, de momento, de la serie británica Black Mirror, que se emite en España en el canal de pago TNT, habla de la memoria en un tiempo futuro y por supuesto orwelliano. Son tres historias de ficción sobre el hipotético impacto mortífero de las nuevas tecnologías, los medios de comunicación, y de incomunicación, y la cultura del espectáculo de la cuna a la tumba. Inteligencia, sátira, irreverencia y provocación van de la mano en este nuevo trabajo de Charlie Brooker, que se hizo muy popular con su parodia de Gran Hermano, llenando la casa de zombies.

En la tercera entrega de Black Mirror, los personajes llevan implantado un microchip que va almacenando la memoria de su vida. Un mando a distancia permite no sólo revisar los recuerdos a través de la propia córnea, sino también rebobinarlos como se hace con cualquier grabación, y proyectarlos para los amigos en una pantalla de plasma. Todo deviene espectáculo, hasta las más sórdidas remembranzas. Uno de los protagonistas se excita repasando las imágenes de un polvo del pasado. Otro, cegado por los celos, analiza una y otra vez las instantáneas de un mismo recuerdo, buscando indicios de adulterio en la mirada de su mujer.

Lo más provocativo de esta fábula futurista es la agobiante posibilidad de no olvidar nunca nada, aunque cabe también la alternativa del borrado selectivo de los recuerdos, sólo con pulsar una tecla, como hacemos con los archivos del ordenador: este pedazo nefasto de mi pasado me lo cargo y este otro que tanta satisfacción me proporcionó lo sigo manteniendo en el microchip. La sátira estrenada en Channel 4 se ceba con la manipulación voluntaria de la memoria, que a mi no me parece tan mal. Ya que no podemos evitar los infortunios que jalonan nuestro paso por la Tierra, deberíamos de tener al menos la posibilidad de dejar de recordarlos.

Para una próxima entrega de Black Mirror, cuyas tramas no desvelo para no fastidiar, sugiero un paso más, sin salirme de la ortodoxia orwelliana. Deberíamos poder adquirir en el súper, o a través de la red, los recuerdos de otras personas, y poder incorporarlos al microchip de nuestra memoria. En lugar de evocar la noche que vimos a Mick Jaegger cantando Wild horses, cualquiera de nosotros podría ser Mick Jaegger entonando lo mismo sobre el escenario. No pongo otros ejemplos que podrían resultar mucho más morbosos y que son fácilmente imaginables. A más de uno le gustaría sentirse Lady Gaga ataviada con filetes de ternera.

La posibilidad de vivir de vez en cuando, en primera persona, un pedazo de las vidas de los otros, acabaría sin duda con el género televisivo del reality show, lo cual sería una enorme contribución al progreso de la humanidad. También podríamos obsequiar a nuestros amigos con los mejores momentos de nuestra existencia, como cuando les regalamos un libro o una aplicación de la App Store. Disfrutar de unos buenos recuerdos, aunque sea de prestado, sería una buena terapia para muchas personas, y poder borrar los momentos del pasado que aún nos provocan desasosiego, todavía más. Aunque a partir de cierta edad, lo mejor sería cargarse todo el disco duro y seguir adelante como si nada luctuoso, o placentero, hubiera sucedido aún.