Para responder a tan peliaguda cuestión, que me formulo a raíz del despliegue de enseñas rojigualdas motivado por la celebración de la Eurocopa 2012, convendría aclarar previamente qué se entiende hoy en día por España y qué por facha, más que nada porque la lengua castellana está siendo objeto de frecuentes e inmisericordes ataques por parte de sus propios guardianes y una ya no sabe a qué carta quedarse en lo tocante al significado real de los vocablos. ¿Cómo entender si no que los miembros de la Real Academia hayan decidido incluir en la reciente actualización de su Diccionario términos como toballa con la excusa de que están socialmente muy arraigados? Me pregunto qué será lo próximo. Personalmente, y por la misma regla de tres, yo voto por cocreta, delicia gastronómica no menos enraizada en nuestra cultura popular.

La España global (o lo que queda de ella), pese a sus numerosas virtudes, padece algunos defectos que le perjudican sobremanera. Dejando al margen la envidia -nuestra indiscutible "marca de la casa"-, los españoles somos muy dados a enfrentarnos en dos bandos, reminiscencia de una guerra civil fratricida de la que no hemos aprendido casi nada. Por esa razón, nos encanta clasificarnos en fachas o rojos, españolistas o nacionalistas, madridistas o culés, creyentes o ateos, machos o sarasas, racistas o integracionistas? y encajamos con dificultad la saludable opción de mezclar dichos aspectos. Por lo visto, la gama de los grises nos parece altamente sospechosa. Aquí los comunistas no pueden creer en Dios ni los conservadores renegar del Altísimo. Tampoco se considera normal ser de derechas y estar a favor del matrimonio homosexual o socialista y manifestarse en contra del aborto. Y, por supuesto, ser un auténtico independentista implica preferir que ganen todos y cada uno de los equipos que se enfrenten a la Roja mientras se abuchea a los jugadores del Barça o del Athletic que forman parte de la selección campeona del mundo. Así nos luce el pelo, ignorantes de una Historia verdadera que apenas tiene que ver con la que, fruto de los complejos que arrastramos desde la Transición, están aprendiendo nuestros jóvenes en los centros escolares de las diecisiete ruinas autonómicas.

Desde que el mundo es mundo, el género humano se ha enzarzado en una sucesión de luchas y contiendas que han dado lugar a los distintos Estados que lo conforman. Cualquier ciudadano con un mínimo de criterio debería saber que los pueblos son lo que son en virtud de la herencia de sus invasores, posteriormente reconvertidos en pobladores. En el caso de España, íberos, celtas, romanos o árabes, entre otros, han dejado sus huellas culturales, artísticas, religiosas y sociológicas sobre cuantos territorios se extienden desde Galicia a Andalucía, desde Cataluña al País Vasco y desde Castilla a los archipiélagos. Sin embargo, esa obsesión patológica de algunos políticos por manipular los sucesos históricos en su propio beneficio les ha servido para poner el acento en lo que a los españoles nos separa en vez de en lo que nos une que, mal que les pese, es mucho y bueno. Es obvio que un sentimiento tan íntimo como el de pertenencia nace del corazón y no debe ser impuesto a fuerza de himnos ni de banderas. Pero no es menos cierto que difícilmente puede brotar si éstos se asocian de modo indisoluble a oscuros episodios que, por recientes, aún permanecen en la memoria colectiva. Por eso, determinados gobernantes incurren en una imperdonable irresponsabilidad cuando, en vez de rescatar y defender sin fisuras nuestros símbolos comunes más allá del ámbito deportivo, optan por anteponer los elementos diferenciadores con el único afán de seguir detentando el poder. Y así, en vez de imitar a nuestros vecinos europeos -orgullosos de sí mismos y libres para demostrarlo-, se apresurarán a esconder las banderolas en cuanto las huestes de Del Bosque retornen al hogar. Por si acaso.