De algunas casas en los pueblos colgaba la bandera bicolor con el escudo constitucional: parecían cuarteles de la guardia civil. La marea del fútbol pasó dejando su residuo de gloria efímera y extraña. El fútbol, como la crisis, democratiza a la sociedad; el sentimiento de pertenencia a un grupo se enciende con la misma rapidez con la que se extingue nada más acabar el juego; se difumina, dejando el sabor amargo de la realidad doméstica, cotidiana, y ya crónica para muchas familias.

Los economistas, los sociólogos, coinciden en que esta situación no es la mejor para seguir intentando salir del espanto que todo este descontrol ideológico produce. Dicen los políticos, con cara de preocupación por nosotros, que las medidas que se han tomado y las que ahora se van a sancionar no gustan a nadie; ni siquiera -dicen- a los que toman las medidas: ¿si no le gustan a nadie, ni a ellos mismos, para qué las toman?

Las clases medias -hay más de una, según niveles de renta- ven mermada su capacidad de respuesta ante la imposibilidad de consumir y de ahorrar. De esta forma, la nómina se convierte en un contrato donde van disminuyendo los ingresos por penalización, por pertenecer a un grupo de privilegiados que tenemos unos salarios regulares. Ingresos que en muchas ocasiones tienen que ver con la actividad sindical, cuando esta era visible y pertinente; ahora desaparecen los convenios colectivos, los comités de empresa e indefectiblemente se invisibiliza la proyección sindical, que como cualquier ente vivo debe adaptarse a la situación, empleando la imaginación con la movilización.

De este sistema abusador, pues nadie ha dado con la fórmula y los síntomas son cada vez más graves y duraderos, se extraen réditos cuantiosos: hay muchos que todavía se enriquecen al mismo ritmo que otros empobrecen; han conseguido democratizar el sufrimiento, socializar el dolor y dar carta de naturaleza económica a la miseria.

En este país hay más políticos que funcionarios, más burocracia que agilidad, más miedo que verdad y todo gira en torno a un capital fraudulento y a su papel en el orden social al que subyuga. La nómina se convierte en un papel acusador, en un documento contractual que es en sí un documento acusador: el que lo posee tiene que pedir perdón por el simple hecho de pertenecer a un nivel de privilegio.