El político asalariado es un trabajador más, y no hay por qué excluirlo del régimen de reducción de plantillas, rebajas brutas y netas, eliminación de pagas extras y, si lo necesita, subsidio de paro. Los que trabajan de verdad, sin limitarse a cubrir el expediente y percibir la nómina, son los primeros interesados en una percepción ciudadana que discierna las prestaciones necesarias del hecho de pulsar un botón cameral o levantar la mano en los plenos locales (cuando asisten). Esto puede hacerlo mucha menos gente, sin merma de la representación proporcional ganada en las urnas y con el debido respeto a las minorías. Los que agotan la legislatura con una o dos preguntas -o ninguna, que también se da el caso- sin aportar a su colectivo una sola idea, una gestión, han sobrado siempre y ahora más. Si las normas consienten y tutelan la discriminación, el desfase está en ellas y hay que cambiarlas. Otra cosa sería parasitismo corporativo, contrario a la ejemplaridad que vincula a los servidores públicos e inasumible en un sistema obligado a repartir bienestar o sacrificio con rigurosa equidad.

Conviene recordarlo cuando vemos exclusivizar el sacrificio en los funcionarios, atrincherarse las resistencias a la reducción de un exiguo 30 por 100 entre los representantes municipales o solapar en retoques cosméticos la chirriante superioridad del salario político, la continuidad de las dietas estériles o el exceso discriminatorio en la seguridad y la protección social. Los vicios partitocráticos han convertido la estructura representativa en privilegiada oficina de empleo para una "casta" que duplica -por lo menos- los efectivos humanos necesarios. La estadística ya ha descubierto que el número de los políticos españoles es el mayor de Europa y, proporcionalmente, de todas las democracias del mundo mundial. Pero si se mira el "segundo nivel" de los no elegidos y designados a dedo, aparecen hechos como éste: solo dos empresas públicas (fundaciones, consorcios, entes diversos) han cerrado tras el pacto del pasado marzo, que se propuso eliminar 600 de las 4.000 que existen en el país. Nepotismo y clientelismo están mostrando una resistencia a prueba de abismos.

No es pedir jarabe de palo contra los servidores públicos que todos pagamos, sino jarabe de paro como el probado por más de cinco millones de españoles y los que aún lo probarán. Nada sería más justo, empezando la selección por las Cortes generales y los ministerios, hasta llegar a la última de las empresas públicas. Respetamos el estatus de los buenos políticos que revalidan cada día su necesidad, pero es imprescindible segar el abrojo. Las mejoras que han venido autoconcediéndose sin que nadie -salvo ellos- las pidieran, pueden estar muy justificadas en ciertos casos, pero su linealidad es ofensiva. El blindaje excluyente de los derechos sociales clama al cielo. No hay justificación divina ni humana para segregar con ventaja a los asalariados de la política -tan solo por serlo- de los de la agricultura, la minería, la industria, el comercio, la hostelería y la generalidad de los servicios.