Se ha convertido en un lugar común culpar a Alemania del catastrófico rumbo que ha tomado la crisis de deuda en Europa y particularmente en la convulsa Grecia y la cada vez más atribulada España. Lo que empezó como una crítica socialdemócrata a las políticas de austeridad defendidas contra viento y marea por Merkel y Sarkozy se ha convertido en las últimas semanas en un grito unánime que no conoce de fronteras ideológicas. El gobierno de Mariano Rajoy, acérrimo merkelista en los primeros meses de su mandato, se ha cambiado recientemente de trinchera y, aunque veladamente, ya ha hecho suyos los principales argumentos de los contrarios a los postulados de la canciller alemana, la cual por otro lado parece encontrarse en la más absoluta soledad en el plano diplomático tras la reunión del G-20 y la cumbre europea del 29 de junio.

Y es que la corriente anti Merkel, que empezó circunscrita a Europa, ya tiene cariz universal. La prensa económica anglosajona, nunca sospechosa de ser partidaria de la voracidad fiscal de los gobiernos periféricos europeos, lleva meses llevando a portada la responsabilidad de Merkel en el devenir de la eurocrisis. Y con la ralentización de la economía global sintiéndose ya en Estados Unidos, Latinoamérica, China y otros mercados emergentes, son unánimes las voces que piden a Alemania que saque la cartera y acepte de una vez por todas los eurobonos, es decir, la mutualización de la deuda de los países con problemas entre todos los miembros de la Eurozona, que no es otra cosa que pedir a los alemanes que, si alguien se escaquea, ellos paguen la cuenta.

Como no podía ser de otra manera, esta campaña antigermánica ha venido acompañada de toda clase de tópicos. Innumerables comentaristas se han referido a la supuesta nueva conquista de Europa por parte de Alemania (una suerte de IV Reich por vías no violentas), trazando paralelismos entre la situación actual y la del periodo de entreguerras. Los más sofisticados se han encargado de recordarnos día sí y día también el trauma que para los alemanes supuso la hiperinflación de los años 20, sin olvidar la amenaza de que "ya sabemos cómo acabó aquello": con el incendio del Reichstag y la noche de los cuchillos largos. Y los hay quienes no han podido resistirse y han apelado a los siempre tentadores argumentos culturalistas, justificando la "obsesión" alemana por la austeridad en la supuesta frugalidad protestante teutona.

Sin desestimar la influencia que las experiencias históricas y las prácticas culturales tienen sobre el inconsciente colectivo y, por ende, la acción de los gobernantes (aunque para ser justos habría que exigir a quienes sobredimensionan estos argumentos que también se remontaran a nuestra larga historia de descalabros financieros, por ejemplo), llama la atención la ausencia de un análisis centrado en las motivaciones estratégicas de los actores centrales de este juego europeo, especialmente el gobierno alemán.

Como muchos comentaristas sí han mencionado, Alemania tendría mucho que perder si finalmente se materializasen los miedos que apuntan hacia el final del euro. Pero, al contrario de lo que muchos creen observar, la canciller alemana es plenamente consciente de ello y está actuando en consecuencia para evitar ese desenlace. De hecho, si algo puso de manifiesto la última eurocumbre es que Alemania está plenamente dispuesta a hacer lo que sea necesario para garantizar la supervivencia del euro. Todas las medidas imprescindibles para apuntalar la gobernanza de la zona euro, como son las propuestas de que el BCE adquiera un nuevo rol como supervisor de un sistema bancario único y que el Mecanismo Europeo de Estabilidad compre deuda española e italiana, e incluso los eurobonos, han sido o serán aceptadas por Alemania. El problema para Merkel no está en el qué, sino el cuándo y en el cómo.

Porque lo que el gobierno alemán no está dispuesto a hacer es ceder en todos estos asuntos sin antes asegurarse de que los países que se verían aliviados por la puesta en práctica de estas medidas han puesto en marcha las reformas estructurales necesarias para corregir los desequilibrios acumulados desde la asunción del euro. Se trata de evitar el famoso "riesgo moral", es decir, el efecto perverso que se produce al eliminar los incentivos que tienen los gobernantes para llevar a cabo las reformas que cuentan con la oposición mayoritaria de las opiniones públicas nacionales. Especialmente cuando las elecciones alemanas de 2013 están a la vuelta de la esquina y la reelección de Merkel depende en gran medida de su política europea. Y los electores alemanes, conviene recordarlo, están a la derecha de Merkel en este asunto. No es descabellado imaginar que una Merkel más "a la Hollande" resultaría en la aparición en Alemania de un partido euroescéptico, con las consecuencias potencialmente desastrosas que esto tendría para la construcción europea.

Nos guste o no, la única alternativa racional que tiene Merkel para alcanzar sus legítimos intereses electorales en este contexto es actuar de la forma en la que lo viene haciendo. No es que la canciller no se preocupe por la suerte de Grecia, España e Italia (Merkel sabe perfectamente que le va mucho en lo que ocurra con estos países), pero los condicionamientos de política doméstica (los cuales por cierto son aplicables a toda democracia) le dejan poco margen de maniobra. En estas circunstancias y con una presión internacional en aumento, tanto por parte de sus socios europeos como de los mercados de deuda, la política de Merkel se asemeja más a un juego de malabarismos que a otra cosa. Por un lado, el gobierno alemán tiene que mantener la "mano dura", puesto que de ésta depende la capacidad de influencia de Alemania sobre el resto de la Unión y la propia supervivencia política de Merkel. Por otro, Merkel sabe que la situación para los países del sur de Europa es insostenible y que es necesario en avanzar en soluciones que produzcan estabilidad en el medio plazo.

La cuadratura de este círculo vicioso pasa por una mayor integración europea, de la que Merkel siempre ha sido valedera. Al contrario de lo que parece, los países que llevan dos años turnándose en el epicentro de la crisis son aquellos que ahora por fin aceptan ceder soberanía a cambio de la promesa de la imprescindible serenidad financiera. Y para llegar hasta aquí ha sido necesario jugar a lo que en la ciencia política anglosajona se conoce como brinkmanship, que es la práctica consistente en llevar una situación al límite de la catástrofe para que así el actor concernido acepte soluciones que de otro modo serían impensables. Si la Unión Europea sale reforzada de la tremenda crisis en la que está sumida no será debido a las apelaciones a la solidaridad de otros por parte de aquellos que querían compartir riesgos sin ceder soberanía, sino precisamente como resultado de la presión ejercida desde Alemania.

Con todo, es cierto que cuanto más se acerca uno al borde del precipicio las posibilidades de abortar la caída disminuyen, pero no menos verdadero es que el propio proyecto europeo surgió de los abismos. Lástima que el coste humano sea, salvando las distancias, nuevamente inmenso. Pero esto tiene mucho más que ver con la incompetencia de los gobernantes de los países en apuros que con el pretendido sadismo de Merkel, a pesar de lo que uno ve en la prensa todos los días.