En los últimos tiempos he tenido una experiencia espantosa con Correos que me ha remitido a El castillo de Kafka. Recuerdo ahora un pasaje de este libro magistral: K. ha intentado, insistente y en balde, acceder al castillo, pues ninguno de sus responsables da la cara ni atiende a sus llamadas. Se ve esperando de nuevo la aparición del señor Klamm, el cual supuestamente mantiene vínculos con el castillo. Un enlace. Está a solas y quien aparece es un caballero que le invita a ir con él, esbozando un ademán con intencionada indiferencia. K. le responde: "Estoy esperando a alguien". "Venga", repite el señor, imperturbable, como dando a entender que jamás ha dudado de que K. esperara a alguien. "Pero entonces no podré ver a esa persona", contesta K. "No podrá verlo en ningún caso, ni esperando ni yéndose", añade rotundo el caballero.

La misma inaccesibilidad del castillo que ha experimentado K. la he sufrido en la oficina de Correos. En mi caso, intentando recuperar en varias ocasiones algo que me pertenece: una cifra elevada de ejemplares de libros que he enviado de forma sucesiva a diferentes domicilios de España y que no han llegado a su destino.

El mismo valor tenía esperar por una respuesta que irse, simplemente porque Correos ofrece una opción de envío que debería ser considerada ilegal: sin certificar. Los envíos sin certificado suponen confiar en la buena suerte, porque, de lo contrario, no hay reclamación posible. Pueden extraviarse los paquetes por el camino o tirarse a la basura o ser robados. El asunto es que usted no tendrá derecho a decir ni pío. Quedará ahí estúpidamente ante el mostrador o se irá a la calle como lo hizo el señor K., tranquilamente, solo y dueño de su libertad. Interrumpida toda relación con Correos, se sentirá más libre que nunca. Y, sin embargo, como le ocurrió a K., con la convicción de que "no hay nada más absurdo, nada más desesperado que esa libertad, esa espera, esa inmunidad".