Hace poco más de un año, en la clase de mi hijo Guillermo la profesora preguntó: "¿De dónde son los mejores plátanos del mundo?" y Guillermo apresurado respondió: "De mi país." "¿Y cuál es tu país, Guillermo?" "Gran Canaria," afirmó mi hijo a sus ocho años. En efecto, mi hijo nació en Canarias, y en Las Palmas de Gran Canaria, y, por tanto, en la isla de Gran Canaria. Pero jamás habíamos hablado de países, naciones, estados, nacionalidades, regiones y similares. Desde entonces, sí, sobre todo a la hora de aclarar cosas del fútbol: por qué en "la Roja" juegan juntos los del Madrid y el Barça, y Silva, y no juegan Ronaldo y Messi. Un lío. Una algarabía que diría el otro en la que me place que mi hijo se recree y no se enfrasque. Porque la pluralidad es eso, gestión del caos, confusión y divertimento. Aprendizaje, en suma, de las cosas que son distintas y que, además, parecen no tener remedio.

En estos días de tiempos revueltos, de perversiones políticas mil para ocultar corrupciones (por ejemplo, ¿qué fue de la estafa del Palau de la Música de Barcelona, que afecta tanto al partido del presidente de la Generalitat? ¿tiene eso algo que ver con la independencia?). En estos días en los que se cuenta lo que no se sabe y se esconde lo que no se quiere contar, hay territorios, Cataluña, que claman por lo que se les debe y otros, Canarias, que deberían clamar multiplicado por cuarenta, cuando menos, porque se les debe y se les maltrata mucho más. Hubo un tiempo en que se hablaba de nacionalidades históricas porque habían llevado su estatuto de autonomía a la ventanilla antes de que el golpe de estado del 36 lo destrozara todo. Canarias se quedó en la antesala y no fue considerada histórica. Igual tenían razón porque el Archipiélago se incorporó a la corona de Castilla, a la preespaña, en el siglo XV y a la fuerza: otros ya llevaban tiempo conquistando mares (almogávares aragones al servicio de Cataluña) personas y territorios. Por eso ¿cuál es mi país? La inmensidad de la mar océana.