La reciente sentencia de la sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que confirma la excarcelación del etarra Josu Uribetxeberria Bolinaga en atención a su inminente fallecimiento ha colocado en el punto de mira de la opinión pública a los magistrados que votaron a favor de esta medida. Es el enésimo espectáculo protagonizado por algunos miembros de la carrera judicial que, amparándose en la legalidad, abren entre ésta y la justicia una brecha difícilmente comprensible por el ciudadano de a pie. Además, en el caso de las víctimas del terrorismo -como José Antonio Ortega Lara, que pasó 532 días con sus noches custodiado en un zulo por quien ahora, sin mostrar el menor arrepentimiento, se beneficia de una vergonzante interpretación de la ley que parte del Gobierno de Mariano Rajoy-, a la incomprensión se unen el espanto y la amargura.

La primera reflexión que me asalta es si ese rechazo de los cuatro jueces en cuestión (el quinto votó en contra) al recurso de apelación de la Fiscalía no se sustenta en la innegable falta de separación de poderes que padece nuestro Estado de Derecho por culpa de los partidos mayoritarios y su reparto de cuotas de poder. Y es que, leyendo detenidamente el artículo 104.4 del Reglamento Penitenciario, la sombra de la duda planea sobre la decisión final:

"Los penados enfermos muy graves con padecimientos incurables, según informe médico, con independencia de las variables intervinientes en el proceso de clasificación, podrán ser clasificados en tercer grado por razones humanitarias y de dignidad personal, atendiendo a la dificultad para delinquir y a su escasa peligrosidad".

Dicho de otra manera, la concesión del tercer grado para los reclusos que sufren una enfermedad es puramente facultativa -por lo tanto, no obligatoria-, circunstancia que deja vacías de contenido las palabras del Ministro del Interior cuando trata de hacer creer a la ciudadanía que no ha tenido otro remedio que cumplir la ley. De hecho, año tras año se producen fallecimientos en las enfermerías de los centros de reclusión sin que nuestro ordenamiento jurídico sufra por ello quebranto alguno.

La triste realidad es que, una vez más, algunos representantes de las castas política y judicial se empeñan en hacernos comulgar a los ciudadanos de a pie con ruedas de molino, como si no fuéramos capaces de atar cabos y de sacar conclusiones acertadas sobre un proceso tan lamentable como éste. No hace falta ser ningún lince, ahora que se cumple el primer aniversario del comunicado de alto el fuego de ETA, para sospechar que detrás de medidas como la que nos ocupa se esconde el cumplimiento de una hoja de ruta que incluye el acercamiento de presos de dicha organización a cárceles del País Vasco y la excarcelación de los que padezcan graves enfermedades.

No estaría de más que los responsables de estos tejemanejes se enteraran de una vez por todas de que legalidad, legitimidad y justicia -conceptos elementales que a los estudiantes de Derecho nos enseñan en el primer curso de la carrera- tendrían que ir íntimamente unidas. Pero, por desgracia, aunque la ley siempre es legal, no siempre es moral, con lo que eso implica de injusticia. El legislador no puede olvidar que la ley es un medio al servicio del fin de la justicia y que, como decía Montesquieu, "una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa". Sin embargo, el devenir de los últimos acontecimientos nos demuestra a las claras que la brecha entre legalidad y justicia, lejos de disminuir, se acrecienta y que esa frase del ideólogo de la división de poderes es una quimera igual o mayor que la división misma.