Habría que estar convaleciente de una fiebre tropical para pensar que el Congreso de los Diputados puede dedicarle un minuto a descifrar quién es el villano number one en la España que busca euros hasta debajo de las piedras. Impensable que Rubalcaba y Rajoy, previo informe de la vicepresidenta, se extiendan sobre la vigencia del chupasangre y cómo poner coto a sus trapisondas. Han tenido que llegar Daniel Craig, el agente 007, James Bond, Skyfall, Sam Mendes y Javier Bardem para dedicarle unos minutos al engorro. El malo malísimo de No hay país para viejos, a las preguntas sobre el tamaño de su villanía, contestó que "los villanos de hoy en día son los que rescatan a los bancos", y añadió algo parecido a que al PP es al primero que le interesan las cifras del paro. Rafael Hernando, siempre al quite, calificó al marido de Penélope de "gran villano" por atreverse a atribuir a su partido un interés materialista en el drama de los desocupados. Este portavoz adjunto me parece un hallazgo en montar revuelos: fue el que llamó al juez Pedraz "pijo ácrata" por darle el carpetazo a la supuesta conspiración del 25-S para tomar el hemiciclo. [El filósofo Agustín García Calvo, que acaba de morir, habrá invocado a la diosa libertaria ante una conjunción tan de casino y aguardiente.]

Pero estamos en los villanos y en la agridulce constelación de que sigan adelante con sus desafueros de despacho, unidos en sindicato inmarchitable y sumidos, algunos de ellos, en jubilaciones pacíficas, de siestas babeantes, nunca interrumpidas por el noticiario de las desgracias. Sin embargo, días después de tener a Craig y a Bardem por Madrid va Soraya y anuncia una comisión para ver qué se puede hacer con los lanzamientos de ciudadanos de sus casas por los impagos de hipotecas. El PSOE ya lo había pedido, por lo que parece que existe cierto consenso sobre la necesidad de modificar la maldad obtusa de aprovecharse de la desgracia colectiva para montar un stock de ladrillos, puesto a la venta con rebajas sustanciosas, lágrimas de ancianos, destinos truncados, matrimonios asolados para siempre, hijos sin porvenir... Una gama de infelicidades que ninguna pintura antimoho puede borrar de las paredes que esperan, cómo no, a un comprador con dinero en mano.

En esto de la crisis hay una tendencia orgánica a convertir en villanos a los que no pueden pagar su casa o a los que se buscan la vida con chapuzas para aumentar el subsidio. Pero no son otra cosa que víctimas. La villanía real está en el montaje catastrófico del sistema financiero y en sus consecuencias, socializadas entre todos los ciudadanos con rebajas de sueldos, copagos sanitarios, subidas de impuestos, cierres de pequeñas y medianas empresas, una paro brutal, y por supuesto un ataque a la dignidad humana del ciudadano de a pie: al que una y otra vez se le llama al orden para que copie la divinidades laborales del germano de la salchicha, cuando no al oriental del cuenco de arroz. El terror al Apocalipsis económico ha teledirigido la gestión a subsanar el agujero de la banca, pero una vez encontrada la silicona para cubrir el orificio no queda más remedio que exigir a estos señores que colaboren para atajar el estropicio de los efectos colaterales. Simplemente se está ante la pobreza, no sólo de la del que pide dinero en la calle, sino también la del científico que pierde la ayuda para su laboratorio, la del arquitecto que ve irremediable dejar a su familia para trabajar en el extranjero, la de la familia que debe elegir entre pagar los estudios universitarios a uno u otro hijo por culpa de la subida de las tasas... Un paisaje social duro de roer... Una destrucción de perspectivas a la que hay que añadir un peso extra: qué ocurrirá el día después. ¿Volverán los mismos villanos? ¿Nos devolverán lo que nos hemos quitado de la boca para conseguir el equilibrio del Tesoro? ¿Nos maltratarán como trabajadores sin límites? ¿Nos agradecerán los servicios prestados? No sé cuál es la respuesta.

Siempre se ha dicho que el capitalismo sobrevive mejor unido al componente moral del liberalismo, mientras que entra en barrena cuando tiene como única aspiración la acumulación de riqueza sin importarle las condiciones de vida de quienes lo padecen. Antonio Gamoneda, el poeta de los silencios, de las palabras maceradas, decía hace unos días a este periódico que por primera vez veía síntomas claros del fin de la locura, de la retirada del canon marcado por el insaciable broker orgulloso de esparcir la basura financiera a lo largo y ancho del mundo. José Saramago, que murió afiliado al partido comunista portugués, trató en La caverna la incompatibilidad entre el alfarero y un centro comercial, que llevó finalmente al artesano a una crisis personal al imponerle su departamento de ventas un diseño determinado de las piezas en su afán de elevar el consumo. El trabajador entiende que ha llegado su hora, que su horno de barro no tiene nada que hacer frente a la competencia de la fabricación en cadena y reconoce con amargura que, pese a todo, será este mundo intratable el que triunfe. ¿Será así? El escritor, en conversación en su casa de Lanzarote, tenía claro quiénes eran los villanos, de dónde venían y a qué se dedicaban. Y no dudaba en expresar que pensamientos como el de su alfarero serían valorados, echados en falta, vistos de otra manera, una vez que los estados recogiesen las ruinas del huracán económico.

Tras la muerte de Saramago se descubrió que había tenido encuentros más o menos discretos con Vargas Llosa, allí, en Lanzarote. Un liberal y un comunista, dos nobeles, dos polemistas, dos comprometidos... Aparentemente antagónicos, con posiciones equidistantes sobre Israel o sobre Hugo Chávez o Evo Morales... Conocedores de villanos y villanías, pero sentados juntos en un deseo de abrazar una solución, lejos del resentimiento, del odio a flor de piel, de la pasión enfermiza por el discurso dominante, de la soberbia del ganador. Ajenos, en definitiva, a vivir marcados para siempre (Saramago perdonó a Portugal y Mario a Perú) y dispuestos a volver a la vida. Los villanos tienen que ser señalados y deben responder a sus villanías, pero lo peor es creer, al modo rousseauniano, que el paraíso puede existir sin el poder financiero.