Escasos como andan de paga, los diputados han montado en el Congreso una especie de economato de hostelería que les permite desayunar por un euro, comer por menos de diez y tomarse sus gin-tonics a precio subvencionado por el contribuyente. El ciudadano del común ya se había acostumbrado a ponerles piso a los padres de la Patria, aunque muchos de ellos tuviesen vivienda en Madrid. Por la misma lógica, se aceptaba el pago público de sus planes privados de pensiones y el de sus jubilaciones de oro; a lo que aún habría que agregar el regalo de un ordenador, un telefonillo móvil de alta gama, un iPad y una línea de ADSL para garantizar su adecuada comunicación con el hemiciclo. Si a ello se añade el transporte gratis total en avión y en taxi, no habrá de extrañar que también debamos subvencionarles el almuerzo y las copas. Siempre habrá cascarrabias que protesten por el hecho, a todas luces anecdótico, de que los congresistas cobren alrededor de un millón de pesetas al mes por sus servicios al país. No es que el sueldo sea gran cosa en esta tierra de parados, pero algunos envidiosos dábamos por supuesto que les alcanzaría para pagarse los vicios. Mayormente, si se tiene en cuenta que una no pequeña parte de su retribución la perciben los diputados en concepto de dietas que no deberán declarar a Hacienda. Cobrar dietas con las que se pagan cubatas subvencionados puede parecer algo redundante, pero nada lo es en la política. A fin de cuentas, el trabajo de los diputados consiste en elaborar y sancionar leyes públicas, lo que en modo alguno impide que en sus ratos libres promulguen leyes privadas -también llamadas privilegios- bajo la sabia regla de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Tales privilegios parecen cuando menos antiestéticos en tiempos de crisis y rebajas del nivel de vida de la población como los que ahora vivimos; aunque los representantes del pueblo puedan aducir en su descargo que estas mangancias ocurren casi en cualquier parte.

Está reciente aún, sin ir más lejos, el escándalo del Reino Unido, cuna del parlamentarismo donde los miembros de la Cámara de los Comunes gozan del privilegio de cargar al contribuyente los gastos de su segunda residencia. No contentos con eso, muchos de ellos facturaron también al Tesoro el arreglo de sus jardines, el alquiler de películas porno, las cuotas de hipotecas ya pagadas y hasta la compra de pañales para los niños. Alguno fue lo bastante roñoso como para endosarle al Parlamento los 110 euros que le había costado cambiar las bombillas de su casa.

A diferencia de lo que aquí sucede, eso sí, la revelación de esas tropelías forzó hace cuatro años la dimisión del presidente de la Cámara, a la vez que más de doscientos diputados británicos desistían de presentarse a la reelección tras sufrir un repentino ataque de vergüenza no exactamente torera.

No parece probable que los diputados españoles vayan a seguir el ejemplo de sus colegas británicos en este aspecto, a juzgar por la larga tradición picaresca de este país.

Extraña, si acaso, que unos legisladores habituados a aprobar leyes contra el tabaco, el alcohol y otros vicios sean tan indulgentes a la hora de autorizar el consumo de ginebra, ron o vodka en su propio centro de trabajo. Que además se lo subvencionemos los contribuyentes ya forma parte del orden natural de las cosas, claro está. España y ellos son así.