Cuando era pequeña y llegaban los primeros calores, previniéndonos del verano que estaba a punto de llegar, mi madre siempre repetía la misma cantinela: "Vete a casa de la familia López, a ver qué te tienen preparado para este verano". Yo, sin pensármelo dos veces, salía disparada hacia esa casa, que para mí estaba llena de misterios.

Desde la primera vez que estuve en ella, me quedé fascinada por su gran e impresionante biblioteca. Ahora, con el tiempo, pienso que no era fruto de que yo era pequeña y que su tamaño para mí era colosal, sino de que realmente los libros de mil tamaños y formas estaban ordenados en grandes estanterías de madera, meticulosamente puestos siguiendo una clasificación que para mí era totalmente desconocida. Ocupaban paredes y más paredes, como si fueran el papel pintado o el estuco que decoraba el piso. Yo siempre los miraba pensando que algún día, cuando tuviera mi propia casa, copiaría cada detalle de esa fabulosa biblioteca.

Al abrirse la puerta, la señora López, Aurelia, me recibía detrás de sus gruesas gafas y con voz suave, casi como un susurro. Me agarraba de la mano, para llevarme al comedor, me sentaba en una silla y empezaba el primer acto de mi opereta veraniega.

- Ahora tienes 8 años y he echo una lista de libros para ti. Los he escogido meticulosamente pensando en lo que a ti más te gusta, aventuras, misterio, historias tiernas? espero que te gusten.

A lo que yo asentía, muda, para no romper el hechizo. Entonces llegaba la parte mágica: los libros salían de lugares recónditos como si hubieran sido llamados por una fuerza misteriosa. Aurelia seguía hablándome en voz baja:

- Mira, con este vivirás la hazaña de tres jóvenes valientes, con este surcarás los mares del sur, con este te enamorarás de todo tipo de animales, con este descubrirás las historias de las estrellas que iluminan el firmamento.

Y así, por arte de magia, los libros se iban acumulando en la mesa formando altos torreones. ¡Diez, quince, hasta veinte! Yo, mientras, en un papel iba apuntando los títulos escogidos para ser leídos y literalmente devorados durante los meses de verano que tenía por delante.

Al finalizar, Aurelia me miraba con sus azules ojos y me decía:

- Cuídalos, que aletean y tienen vida.

Haciendo diversas veces el mismo trayecto, me los llevaba a casa.

Luego, cuidadosamente los protegía forrándolos con papeles de mil colores y los metía en una maleta, para que no se estropearan, guardándolos como si fueran mi más preciado tesoro.

El segundo acto transcurría como el sueño de una noche de verano, rodeada de grandes aventuras, viajando a lugares remotos, descubriendo estrellas fugaces. A primera hora de la mañana con mi libro a cuestas, como si fuera una extensión de mi cuerpo, me paseaba por todos los rincones de la casa. Del comedor al baño, de la cocina al jardín, del banco de la entrada a la hamaca de debajo del almendro. Y cada minuto libre que mis actividades familiares me brindaban metía la nariz entre esas hojas llenas de palabras encadenadas, experimentando una levitación de todo mi ser. Mi cuerpo y mi alma iban al compás del relato, sin tomar aliento: vivía las vidas de otros como si fueran mías y me sentía realmente viva.

El tercer acto era la despedida dolorosa. Después de meses compartidos, me tocaba devolverlos. Les sacaba los forros para resaltar su piel original, los abrazaba y los llevaba de nuevo a la casa encantada.

Los años han pasado y sigo experimentando las mismas bonitas sensaciones de esos veranos de la infancia. Por eso quisiera invitaros a llenar todos los días, y en verano en especial, de libros. Espero que experimentéis y sintáis que sin ellos nos falta algo.

Tener un libro entre las manos, supone tener la oportunidad de vivir en la piel del otro, vibrar con sus temores, alegrías, y cómo no, llorar por sus pérdidas.

En definitiva: ser y estar vivo.