Gran Canaria vive estas horas bajo el signo de La Rama, patrimonio de un Archipiélago que tiene en esta cita uno de sus mayores referentes indentitarios. La Rama como expresión del pueblo, como insólito resumen de su historia y como manifestación del carácter del isleño.

Agaete, que hoy lunes celebra su día grande de la Virgen de las Nieves, se concentra en capital de una de las evoluciones más singulares de su acervo popular, en una convocatoria que se ha ido construyendo a sí misma, conformando un perfecto espejo de los tiempos en los que vive, evolucionando en sus ritos y sin perder su razón troncal de ser.

La Rama, como se vio ayer con la participación de miles de personas todas a una, no obedece a jerarquías y se ha desprendido de su primigenio sentido estrictamente religioso, entrando desde hace décadas en una dimensión que solo comparte con otra de las grandes en su especie del calendario, El Charco, para ofrecerse como una fiesta eminentemente canaria hasta las entrañas, sin artificios, sin oropeles, sin poses, minutados, sin el rigor y el formalismo del tipismo y con la franqueza, la nobleza, el desparpajo, la retranca, el ingenio y la extraordinaria generosidad del grancanario que recibe allí, e invita a participar, a personas de toda procedencia y credo.

Es la gran parranda no instituida y ecuménica, dos cualidades que le imprimen la rareza que le otorga el valor que año a año la hace más universal.

Su propio derrotero desde finales del siglo XIX y principios del XX es toda una alegoría a la convivencia y al feliz mixturado de orígenes que conforman hoy el perfil de la población grancanaria y la sustancia de su divertimento.

En sus inicios, heredera de la tradición cristiana europea de enramar las imágenes de lo santos, introduce poco a poco, casi imperceptiblemente -al igual que los organismos que evolucionan para prosperar en los ambientes que los rodea-, los elementos que hoy la identifican y distinguen.

Como las bandas de música, de las que la villa presume de las filarmónicas de su categoría, la de Agaete y la de Guayedra, y que curiosamente explotan el ánimo entonando marchas militares como Soldadito Español y Todo por España que casi un siglo después siguen abriendo el ritual tras la Diana Floreada, otro elemento más de origen cuartelario, y la Retreta, el toque de corneta que manda guardar las almas desfallecidas en las casas.

Marchas militares que, ahí la paradoja, en La Rama se estrujan y exprimen durante el transcurso del siglo hasta convertirse finalmente en su oxímoron: en un enramado himno al festejo, cuando no a la euforia, al encuentro, una oda a la paz, a las nuevas amistades y al reencuentro, que es una vuelta de tuerca a la vida en una Gran Canaria de luz y mar cuya postal se resume en Agaete y su Valle, un fenomenal paisaje humano que no es un punto de paso, sino un destino de peso.

No es una metáfora. Nuevamente se expresa en la mecánica de La Rama. En los programas festivos de la década de los 30 el enramado de las imágenes se concretaba en un proceso visto y no visto. Se traían los ramones de las cumbres de Tamadaba y sin mayor retranca se colocaban alrededor de la imagen. Al mediodía se daba por terminado el acto. En otra metamorfosis muy isleña los ramones que bajan danzando también termina hoy a los pies de la ermita, pero su transporte ha perdido la urgencia para prolongarse horas y horas convertido en un auténtico bosque animado desde El Callejón y por la calle Guayarmina, de poleo, romero, eucalipto, pino y hierbaluisa.

Es la Cumbre que se llega a las aguas de Las Nieves, acompañada con la música, con sus papagüevos, con los brincos y los bailes: el medio, convertido en fiesta, sustituyendo al fin en un intento de parar el mundo al menos por un día, para sentirnos Gran Canaria, aprehendiendo de su historia y el devenir.

Que sirva La Rama de puente de pensamiento, de cultura social, sin vocación de nostalgia, como siempre ha sido: un vehículo de expresión de lo religioso primero, de lo puramente parrandero después, o incluso un vector de la reivindicación del nacionalismo en la segunda mitad de los años 70. Y de exaltación de la cultura prehispánica con la que también se ha emparentado una fecha que indudablemente en sus formas apela al sincretismo, tras la aculturación de la Conquista, sin provocar por ello mayor cisma ni conflicto.

Es pues norte de una Gran Canaria necesitada de una catarsis reflexiva, de una rama colectiva que la empuje hacia adelante a buscar nuevas fórmulas, nuevos cultivos, nuevas fronteras sociales y económicas, en unos tiempos que, como otros también muy duros -precisamente en los que con mayor fuerza se ha ido forjando su liturgia-, nos hagan redescubrirnos como una sociedad emprendedora, bulliciosa y animosa en la que la unidad de los canarios, desde El Hierro a La Graciosa, sea la que deposite con éxito la rama en un lugar común, sin colores que nos dividan ni reproches que nos lastren: una canariedad que evolucione en el tiempo sin anclajes y que devuelva a Gran Canaria y las islas su condición de afortunadas.