Hemos leído esta semana una noticia que ha sido portada en la prensa mundial: la compra por la multinacional estadounidense Microsoft de la finlandesa Nokia.

Fundada en 1865 como fábrica de pulpa de madera para la producción de papel cuando Finlandia era aún parte del imperio ruso, Nokia ha sido durante décadas orgullo de ese país de bosques, lagos y gentes silenciosas, famoso además por contar con uno de los mejores sistemas de educación del mundo.

Hablar de Nokia era y es todavía mentar a Finlandia, del mismo modo que Siemens se identifica inmediatamente con Alemania o la General Motors, con Estados Unidos.

¿Quién no ha tenido en sus manos un móvil Nokia, robusto y fiable como pocos?

Quien esto escribe tiene varios viejos modelos de los que le cuesta desprenderse aun a sabiendas de que han salido al mercado otros, surcoreanos o estadounidenses, que ofrecen muchas más prestaciones.

Uno le había cogido cariño y le costaba sustituirlo por modelos de marcas distintas, más modernos y supuestamente más atractivos. Pues bien, resulta que otro de los símbolos fuertes de la industria tecnológica europea ha acabado entre las fauces de una multinacional del Nuevo Mundo, que se la engulle por precio que se califica de irrisorio si se compara con el valor de su marca.

La operación se atribuye a las artes del canadiense Stephen Elop, el primer no finlandés en dirigir Nokia, a quien un periódico calificaba de "caballo de Troya" de Microsoft por haber hecho durante los años 2010-13 una labor más que discutible que ha acabado hundiendo a la primera en beneficio del comprador.

Parece ser que por ese trabajo va a ser ahora recompensado por la multinacional estadounidense, donde Elop tiene buenas posibilidades de sustituir al actual consejero delegado, Steve Ballmer.

Es una de las características del nuevo capitalismo: los altos ejecutivos de empresa no tienen patria. Como en la banca. No importa cuál sea su pasaporte. Basta que se manejen bien en inglés, la nueva lingua franca de los negocios. Ya no son como los viejos capitanes de industria, orgullosos de la ciudad donde montaban sus fábricas y a cuya prosperidad contribuían muchas veces con escuelas, obras y fundaciones, que les sobrevivían.

Nokia cerró ya el año pasado su última fábrica en el país donde nació y donde atravesó varias etapas: fabricó, además de pulpa para papel, también calzado, derivados del caucho y cables antes de dedicarse al sector de las telecomunicaciones y la electrónica a partir de los años sesenta.

Muchos de los 2.000 empleados que aún le quedan en Finlandia, dedicados entre otras cosas a la investigación y el desarrollo, pueden estar temblando por su futuro.