A fuerza de llamarles peseteros, de boicotear la venta de sus productos y de adjudicarles la nacionalidad polaca, algunos españoles -mayormente, de Madrid- han conseguido que muchos catalanes quieran cambiar de pasaporte. No por el de Polonia, desde luego, sino por el de la República de Cataluña, que, según las últimas encuestas, contaría con el apoyo de un 52 por ciento de los votantes en un eventual referéndum.

Confirma esta estimación la última convocatoria a favor de la independencia del viejo Condado que reunió a varios cientos de miles de personas en una cadena de brazos desde la frontera de Francia hasta los lindes del reino de Valencia.

La hilera de cuatrocientos kilómetros fue lo bastante llamativa como para que el mismísimo ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel Margallo, admitiese el éxito de la convocatoria y la "enorme preocupación" que le causa.

Algo hay de sintomático en que sea precisamente el responsable de los negocios extranjeros quien valore un asunto que, en teoría, pertenece al ramo de la política doméstica. Hasta ahora, Margallo se ocupaba mayormente de Gibraltar, pero acaso el Gobierno haya asumido -sin advertirlo del todo- el escenario que vienen proponiendo los líderes independentistas de Cataluña, con el presidente de la Generalitat al frente.

El caso catalán recuerda inevitablemente al de Escocia, que el próximo año votará en referéndum sobre su permanencia en el Reino Unido o la desunión de éste. También los gobernantes electos de Cataluña reclaman una consulta de iguales características y en la misma fecha que la británica, si bien en su caso han de enfrentarse a la abierta negativa del Gobierno de Rajoy. El de Cameron, en cambio, no ha tenido mayor inconveniente en concederles su deseo a las autoridades escocesas: y nada hay de raro en ello.

A diferencia de lo que sucede aquí, el primer ministro de Gran Bretaña sabe que la proporción de votantes a favor de la segregación de Escocia es de un módico 30 por ciento. Peculiares como son los británicos, no extrañará que sea mayor el porcentaje de ingleses partidarios de la independencia de Escocia que el de los escoceses propiamente dichos, si los sondeos no mienten.

Los que en España pretenden seducir a los catalanes mediante procedimientos tan contradictorios como el de boicotearles el cava son los mismos que apelan a la falta de títulos históricos para descalificar sus propósitos de independencia. Efectivamente, Escocia fue un reino soberano hasta hace poco más de tres siglos, mientras que Cataluña no gozó jamás de ese estatus. A cambio, eso sí, los catalanes disfrutan del más contemporáneo apoyo de las encuestas, que cifra en más de un 50 por ciento el número de ciudadanos que -a día de hoy, que es lo que importa- votarían por la independencia si fueran convocados a hacerlo.

Tal vez se trate de un problema de afecto, tan importante en estas cuestiones sentimentales propias del nacionalismo. Mientras los gobernantes y el pueblo del Reino Unido optan por darle cariño a Escocia (al igual que hicieron antes los canadienses con Quebec), algunos españoles prefieren ensayar con los catalanes la vía del reproche y del desdén, como suele ocurrir en los viejos matrimonios. Es así como la admirable tierra de Cataluña, tan cercana en la geografía y en las costumbres, ha empezado a alejarse de quienes tanto la quieren y la vilipendian a la vez. Hay amores que matan.