A mediados de los años noventa, el crítico cultural Christopher Lasch publicó un ensayo titulado La rebelión de las élites. El título era de inspiración orteguiana, pero en sentido opuesto.

La democracia, sostenía el autor, no se enfrenta a una exacerbación populista de las masas -como sucedió en la primera mitad del XX- sino a unas élites profesionales y económicas que se niegan a conceder cualquier amparo, beneficio o derecho a las clases menos favorecidas. Se trata, insistía, de una cuestión de mentalidad. En un mundo forjado por la inteligencia y el mérito, el éxito o el fracaso vienen definidos por la actitud -y el esfuerzo- de cada uno.

Las élites se autodefinen a sí mismas como abiertas, cultas, inteligentes, cosmopolitas, caracterizadas por su capacidad emprendedora y por su excelencia profesional. Las masas, en cambio, responderían a un perfil provinciano, inculto y gregario. En consecuencia, la solidaridad dentro del mismo cuerpo social se debilita, al existir cada vez menos puntos de conexión entre las distintas clases. Unos y otros viven en barrios diferentes, acuden a colegios distintos, acceden a ámbitos de oportunidades dispares, cultivan gustos y hábitos totalmente inconfundibles. La gestión del dinero público se convirtió en una ejemplificación del fracaso, a medio camino entre la corrupción política y la suspicacia ante las instituciones.

El nuevo paradigma intelectual definido por Lasch funcionaba tanto en el interior de las sociedades -la nueva clase alta frente al resto de los ciudadanos- como a nivel geográfico (Alemania contra los países de la periferia; Cataluña, Baleares oMadrid contra Andalucía, Castilla-La Mancha o Extremadura). La solidaridad se vio como un expolio y a veces había buenos motivos para creer en ello.

Sin embargo, en lugar de centrarse en mejorar las ineficiencias y en plantear un nuevo pacto social, más equilibrado y efectivo, el discurso de las élites se hizo maniqueo, empezando a dar la espalda al resto de la colectividad. Se dirá que, a lo largo de la historia, esta división ha sido una constante y la fortaleza de las clases medias, una excepción.

Sí, pero también la democracia responde a la excepcionalidad de la historia.

Después de escuchar las provocadoras declaraciones de Joan Rosell sobre los privilegios de los trabajadores, pensé que no le iría mal leer el ensayo de Christopher Lasch. Hace unos meses arremetió contra el funcionariado sin estudios ni datos que lo avalasen: sólo prejuicios y la palabrería habitual. Después cargó contra los contratos fijos, apelando al exceso de privilegios del que gozan los trabajadores; aunque inmediatamente salió el número dos de la CEOE a matizar sus palabras: "Rossell se refería a flexibilizar los contratos, a racionalizar las modalidades, etcétera, etcétera". Y tal vez sea así, pero las actitudes -sobre todo cuando se repiten- denotan una mentalidad. Es probable que algunos de los derechos de los trabajadores fijos sean incompatibles con la marcha de una economía moderna. No obstante, las empresas también gozan de muchos privilegios que alteran el correcto funcionamiento de los mercados y actúan como mecanismos injustamente extractivos de la renta que genera el país. Y de eso Rossell no habla. Ni le interesa hacerlo. Es un gran error, porque lo único que denota es la prepotencia como fórmula de análisis de las dinámicas sociales. En este sentido, Lasch tenía razón: asistimos a una revuelta de las élites, que confunden determinados equilibrios con privilegios excesivos. Me temo que la atomización de la sociedad no beneficia a nadie, ni siquiera a Rossell.

Y aunque en parte se trata de una consecuencia de la globalización y por tanto resulta inevitable, no es algo que se deba aplaudir ni jalear. Más bien al contrario.