Los trágicos naufragios en las cercanías de la isla italiana de Lampedusa, con el resultado de centenares de muertos, han vuelto a reavivar el jeremiaco lamento de la mala conciencia europea respecto de la inmigración que viene del sur del Mediterráneo huyendo del hambre, de la violencia y del caos político. El presidente de la Unión Europea, el portugués Durao Barroso, balbuceó su estupor ante las largas filas de ataúdes, y un católico preeminente, el papa Francisco, y un antiguo comunista, Giorgio Napolitano, presidente de la República italiana, coincidieron en manifestar su horror y su vergüenza ante la insensibilidad de los gobiernos con ese drama humano. Empezando el reproche por la misma Italia, donde el gobierno del socialista Enrico Letta, sostenido con votos de los diputados de Berlusconi, ha sido incapaz de derogar la ley Bossi-Fini que convierte en delincuentes tanto a los inmigrantes indocumentados como a las personas que los ayuden. Más o menos lo mismo que ocurre en el resto de la Europa comunitaria, donde se han generalizado en estos últimos años las leyes restrictivas con la entrada irregular de inmigrantes. En unos casos, excluyéndolos de la asistencia sanitaria, como en España, y en otros, penalizando a los propietarios que les arrienden una vivienda. Y aún nos falta por saber si el gobierno de Mariano Rajoy se atreverá a llevar adelante su propuesta legislativa de modificar el vigente Código Penal para equiparar la atención a los inmigrantes irregulares con el tráfico de seres humanos. El coro de lamentos tras los naufragios de Lampedusa -insisto- sonó con fuerza pero es de temer que, una vez que las terribles imágenes desaparezcan de los telediarios, volverá a imponerse lo que el Papa argentino definió muy certeramente como la "globalización de la indiferencia", un adormecimiento de la sensibilidad que va parejo con la expansión de la "globalización financiera". Y el que quiera saber en qué consiste esa enfermedad del alma recuerde el gesto entre despectivo y risueño de José María Aznar cuando, después de ordenar la expulsión traumática de unos inmigrantes irregulares, esposados y drogados en un avión, dijo aquella frase famosa moviendo el bigote: "Había un problema y se ha solucionado". Con todo y eso, del drama de Lampedusa, uno de los datos que más me ha sorprendido es el saber que en una de las abarrotadas embarcaciones que volcó iban seis médicos de nacionalidad siria. Una de las mujeres que viajaba con ellos, de la misma procedencia, se puso de parto y dio a luz un niño con su ayuda. Todos interpretaron el nacimiento como un buen augurio de un final feliz para su aventura y lo festejaron, pero poco después la barca zozobró y tanto el niño como la madre murieron ahogados. Hasta hace unos años, Siria, Libia e Irak eran unas naciones con un cierto nivel de vida y grandes riquezas naturales para explotar en su propio beneficio. Ahora, so pretexto de democratizarlas, han sido concienzudamente destrozadas por los intereses estratégicos de las grandes potencias occidentales y se da el caso de que hasta los médicos se ven obligados a coger una patera para huir de su país. Tomemos buena nota de ello. Ni estamos tan lejos ni somos inmunes a males parecidos.