Unificar criterios sobre qué hecho histórico marca el comienzo de la Transición en España puede llevarnos a un largo debate cargado de matices. En la misma tesitura nos encontraríamos si tratáramos de responder a la pregunta de si se encuentra cerrada o no. Pero por encima de ello está la realidad factual: un hito que contribuye a lo más alto de la concordia y a la comprensión del cambio suscitado en este país con la democracia es, sin pudor alguno, la llegada a Gran Canaria desde París de los papeles del legado de su paisano Juan Negrín López, catedrático de Fisiología, último presidente del Gobierno de la II República, víctima a lo largo de décadas de una cruel campaña por parte de la propaganda de la dictadura franquista y también anatematizado por sus propios compañeros del Partido Socialista.

Cerrar una herida tan honda, enraizada de manera tan profunda en las catástrofes ideológicas del siglo XX, ha supuesto una ardua labor. Un trabajo meticuloso y apasionado, centralizado en Gran Canaria, desde donde la Fundación que lleva el nombre del científico y político ha mantenido con denuedo los lazos con los herederos del estadista, convencida de que el esfuerzo tendría su recompensa: arrojar luz sobre la figura de Negrín. Pero agrietar el muro del exilio, encalado con tantas y tantas amarguras, no ha sido fácil.

En 1976, Adolfo Suárez y el neurocirujano Juan Negrín júnior acordaban el pago de una indemnización simbólica por la apropiación por particulares de los bienes de su familia tras el golpe de Estado de 1936. Sería el Gobierno de Felipe González el que finalmente abonaría la cantidad pactada. El acto de reparación histórica abría una nueva etapa en las relaciones de los Negrín con España. El hijo del estadista, con residencia en Niza, empezaba a creer que la germinal democracia estaba dispuesta a dar un golpe de timón con respecto a su padre.

Y fue a partir de ahí cuando los negrinistas, sus amigos grancanarios, oyeron hablar por primera vez de los papeles que Juan Negrín había custodiado celosamente en París, y que sus herederos habían mantenido a buen recaudo. Bajo cuatro llaves, en un lugar secreto, se encontraban documentos sobre el oro depositado en la URSS, acuerdos del Consejo de Ministros en plena contienda bélica, cartas personales, reflexiones sobre la Segunda Guerra Mundial, el debate nacionalista, fotografías... Un tesoro con las luces y sombras de su acción de gobierno, un acervo para rebatir los argumentos de los que le demonizaron y un archivo abierto a la exploración para profundizar sobre sus decisiones más controvertidas. Será con Carmen Negrín, nieta del político, con la que empiezan a avanzar las conversaciones para depositar el archivo en la isla donde nació su abuelo.

En paralelo, una corriente de historiadores reivindica a través de sus libros una lectura más sosegada y ajena a tópicos del estadista políglota, del que también subrayan su perfil de intelectual formado en Alemania y de científico elegido por Ramón y Cajal para dirigir el Laboratorio de Fisiología de la Residencia de Estudiantes, con discípulos como Severo Ochoa. El proceso de recuperación alcanza su momento más esperanzador con el bautizo con su nombre del principal hospital de Gran Canaria. El PSOE, por su parte, decide devolverle a título póstumo el carné de militante del partido, del que había sido expulsado en 1946.

Estos antecedentes, algunos en el contexto de uno de los periodos más dramáticos para España, convierten en ociosa la aseveración sobre la trascendencia o no de los documentos de Negrín que ahora custodian la Fundación que lleva su nombre y el Cabildo insular. Estamos en la obligación de explicitar a los cuatro vientos la relevancia capital de la llegada del archivo Negrín a Gran Canaria. Además de calificarlo de hecho histórico es fundamental para conjurar los retrocesos en la convivencia política y civil, y de imprescindible para completar el proceso de la Transición española. Si hay una personalidad pública que ha concitado en torno a ella los desafueros de los extremismos esa es la de Juan Negrín. Por ello, la llegada de sus papeles debería ser interpretada como un signo de reconciliación, como un ejemplo a favor de la memoria histórica y como un acto de generosidad sin límites de los herederos de Negrín hacía el país de su antepasado.

La sede del archivo, en la calle Reyes Católicos, se convertirá sin duda alguna en un lugar de peregrinaje para los investigadores. La voluntad política para darle la dotación necesaria parece inequívoca, y prueba de ello es el convenio que acaba de firmar la Fundación con la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias. Un acuerdo, por otra parte, que establece el compromiso de llevar a las aulas universitarias y de secundaria contenidos didácticos sobre la dimensión humana, política y científica del estadista. Esta faceta educativa, ni que decir tiene, supone la reversión de una situación donde determinadas anécdotas locales -y ahorramos mencionar alguna para no herir susceptibilidades- alcanzan la categoría de estudio, mientras que otras necesitadas de ello caen en el olvido, o en el peor de los casos son carnaza para el sectarismo.

La sociedad grancanaria se tiene que sentir orgullosa de cómo los intereses para traer a España los papeles de Negrín se han concatenado, más allá de las sensibilidades políticas o de ciertos pareceres residuales incapaces de influir. La efectividad presupuestaria para rehabilitar la antigua sede de la Caja de Reclutas de la calle Reyes Católicos, sede de la Fundación; la disponibilidad del Gobierno de Canarias y su Consejería de Educación; la paciencia y diplomacia exquisita de los negrinistas de la Fundación; los herederos, desde sus recuerdos y lógicos desasosiego... Todos han dado una lección tremenda, muy ejemplar para los tiempos políticos que corren en la vieja Europa, sobre la necesidad de trabajar por la perspectiva histórica, por el bien de la comunidad, por el talento de los historiadores, por el conocimiento, por suturar las desgracias, por alejar los fantasmas del pasado. Juan Negrín, su archivo, ha sido una prueba de fuego de la madurez alcanzada.