Hace unos sábados, con un buen catarro encima, terminé viendo una tertulia política. Los gritos y los aspavientos y los desplantes de los tertulianos eran tantos y tan reiterados que me fue difícil hacerme una idea de lo que se estaba discutiendo, pero al cabo de un rato me pareció entender que se trataba de un coloquio sobre la consulta soberanista en Cataluña.

Intervenía en la tertulia un político de la izquierda que está a favor de la consulta -Joan Herrera, de Iniciativa-Els Verds-, y en un momento dado dijo que si la consulta se pudo celebrar en Quebec y se podrá celebrar en Escocia, ¿por qué no iba a poder celebrarse en Cataluña? Al oír aquello, otro de los contertulios le hizo ver que eran casos históricos muy distintos, y en medio de una nueva catarata de gritos y pataletas, intentó explicarle las razones históricas que permitían celebrar la consulta en Quebec y en Escocia -una provincia y un reino que se habían unido a otra entidad geográfica gracias a un acuerdo político-, pero no en Cataluña. Joan Herrera pareció aburrirse con aquellos datos que casi no se oían en medio del griterío -cuando alguien cita una fecha anterior a 2012 en un plató, los contertulios parecen al borde de una congestión cerebral-, pero luego cortó desdeñoso la explicación del otro contertulio y le soltó esta frase: "A mí no me interesan los datos históricos. A mí sólo me interesa la voluntad del pueblo".

Uno ya está acostumbrado a oír de todo, pero que diga estas cosas un político que parece civilizado y educado, al menos si se le compara con la izquierda neandertal que anda suelta por ahí (igual que cierta derecha que parece querer volver a los tiempos del Paleolítico), es algo que pone los pelos de punta.

Cuando se está discutiendo un tema muy serio y muy complejo, lo mínimo que se puede hacer es remontarse a los antecedentes históricos e intentar comprobar el origen real de los problemas. Y si se está hablando de una consulta independentista como las de Escocia y Quebec, hay que saber que Escocia era un reino independiente cuyo parlamento aprobó en 1707 el Acta de Unión con Inglaterra, a resultas de la cual surgió la nueva entidad política que hoy conocemos como Reino Unido. Y de la misma forma hay que saber que Quebec era una provincia autónoma que se unió a otras tres provincias del Canadá en 1867 (en aquellos años el Canadá todavía era colonia británica). Y si Escocia y Quebec pueden exigir una consulta sobre su independencia, es porque históricamente han tenido una soberanía propia, y este, me temo, no es el caso de Cataluña, que siempre ha pertenecido a la Corona de Aragón.

Ya sé que todo esto es muy aburrido y que a nadie le gusta oír datos polvorientos, pero esta es la única razón por la que hay un antecedente histórico que permite la legalidad de los referendos de Quebec o de Escocia.

Y esa razón no existe en Cataluña, cuya soberanía propia se fundió con la hispánica a finales del siglo XV, ni más ni menos, y ahí está la clave del problema.

Todas estas referencias eran argumentos de peso, pero Joan Herrera no quiso perder su precioso tiempo escuchándolas, así que puso un gesto de hastío y gruñó que a él no le interesan los datos históricos porque sólo le interesa la voluntad popular.

Ya puestos, alguien debería haberle recordado a este hombre que la voluntad popular también está sujeta -por fortuna- a severas restricciones. Por ejemplo, nadie debería tener derecho a decidir sobre la pena de muerte (y me pregunto qué pasaría si en estos tiempos de populismos exacerbados un nuevo demagogo exigiera celebrar un referéndum para reintroducirla).

Y tampoco existe el derecho a decidir sobre la obligación de pagar impuestos o sobre el deber de respetar los servicios públicos, y tantas y tantas cosas más. Hay cuestiones -como la pena de muerte, insisto- que son tan importantes que no pueden estar sometidas a los cambios caprichosos de la voluntad popular.

Pero que un político que se supone moderado y sensato diga justo lo contrario demuestra que vivimos en la era de las simplificaciones y de las frases hechas, donde cualquier idea o cualquier concepto con un mínimo de profundidad debe ser troceado o mutilado hasta que pueda caber en los 140 caracteres de un tuit, que por lo que parece es la única extensión posible del pensamiento en estos tiempos.