Mamá, ¡para de quejarte!". Aquel grito de hartazgo dejó a todos los que tuvimos la mala suerte de presenciar semejante explosión debatiéndonos entre la vergüenza ajena y el alivio. Porque era verdad que la sexagenaria madre de nuestro amigo llevaba amenizando con quejas nuestra cena en su nuevo restaurante familiar desde que habíamos ocupado nuestra mesa, hacía más de dos horas. Y no era menos cierto que, para colmo de males, la buena mujer ni siquiera tenía el buen gusto, o el pudor al menos, de pronunciar sus constantes lamentos en privado, sino que perseguía a su atareado hijo entre las mesas del local para enumerarle su interminable lista de cuitas, sin que pareciera importarle lo más mínimo que los comensales fuéramos testigos de su permanente rasgado de vestiduras y mesado de cabellos: "Los camareros no me hacen caso. Hace demasiado calor. No queda pan de semillas. Tu padre no me coge el teléfono. Me duele la cabeza. Estoy angustiada. Se ha roto la caja registradora?". Cuando no era por Juana, era por la hermana, y claro, no es de extrañar que el santo varón, que aguantó como un campeón durante un par de horas los interminables lamentos de su progenitora a pesar de encontrarse él mismo bajo el estrés de estar en plena inauguración de su nueva empresa, finalmente acabase reventando como un globo con demasiada presión.

Y es que la madre de este amigo mío es una de esas tantas personas a las que les encanta quejarse de vicio, es decir, proferir lamentos con más frecuencia de lo que es sano para ellos mismos y soportable para su entorno, y por motivos absolutamente ridículos en la mayoría de los casos, puesto que su única finalidad es, en realidad, la de recibir atención constante.

Seguro que a los que ahora me estén leyendo les habrá venido rápidamente a la cabeza la imagen de más de uno o de una. No es difícil. Los quejicas son fáciles de identificar: es tan raro que se muestren satisfechos como oírlos expresar bienestar, aprobación o alegría. Cuando no les duele la espalda, tienen calor, cuando no están cansados, les ha sentado mal la comida, están agobiados, nerviosos, incómodos y un largo etcétera.

Y luego está la crisis. Porque esta situación que llevamos arrastrando ya tantos años se ha convertido en la excusa perfecta para Calimeros y plañideras. Ellos, los quejumbrosos, con frecuencia se amparan en su mala situación o la de sus seres queridos, que por otra parte no suele ser tan mala como la de otros muchos, para interpretar su papel favorito: el de víctimas. Y es que, mientras en tiempos de bonanza los lloricas apelaban a enfermedades imaginarias, males ridículos o tragedias de vodevil para obtener el mismo fin, han encontrado en esta crisis devastadora el mejor caldo de cultivo para satisfacer sus necesidades de protagonismo mediante la queja permanente, estéril y desde luego, inaguantable para cualquier interlocutor persistente.

Instalados en el victimismo, estos individuos buscarán siempre la forma de que cualquier conversación se centre en sus propias penas, despreciarán los problemas ajenos al compararlos inmediatamente con los propios, siempre infinitamente más graves, claro está, y jamás ofrecerán el más mínimo consuelo a nadie de su entorno, puesto que consideran que sus males son siempre mucho menos importantes que los que ellos mismos padecen. Porque en realidad las plañideras sólo quieren seguir interpretando su papel, llamar la atención con su llanto, como aquellas de antaño que velaban a nuestros muertos y recordaban a los asistentes al duelo que allí había un cuerpo presente.

Para ellos el vaso siempre estará medio vacío, incluso aunque el líquido de su interior esté a punto de derramarse por el borde, toda alegría estará siempre ensombrecida por una eventualidad, real o no, y lo más grave de todo es que jamás serán capaces de disfrutar plenamente de absolutamente ni una sola de las alegrías que les brinde la vida? Lo siento por ellos, que son los que peor lo pasan, pero no pueden negarme que aguantarlos es, cuanto menos, un coñazo.