Dice una triste y bellísima canción sevillana que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. En estos últimos días he sabido de las muertes de varios familiares de amigos a quienes la muerte les vino cuando habían sobrepasado el listón de los 80 años de edad. Pero también me ha tocado vivir el dolor de la pérdida de un buen amigo médico. La muerte se lo llevó varios meses después de que la empresa para la que había trabajado toda su vida le rompiera las alas de su corazón. Entregó su vida, su tiempo y sus conocimientos para curar el corazón de miles de pacientes que tuvieron la suerte de ser atendidos por él en el antiguo Hospital del Pino, en el antiguo Hospital El Sabinal y en el actual Hospital Dr. Negrín de Gran Canaria. Pero su empresa, el Servicio Canario de Salud, le obligó contra su voluntad a quitarse la bata blanca y a llevarse sus cosas mientras dejaba huérfanos a sus compañeros, al personal de enfermería y a sus pacientes. Dijeron que tenía (como otros muchos) más de 64 años y 365 días y que recibían órdenes de "arriba". Entristeció y enfermó.

Cuando un amigo se va, deja una huella que no se puede borrar. En el caso de mi amigo, los médicos, las enfermeras y la gente que le conocían dirán de él que era una persona amable, alegre, cordial y un gran profesional. Era grande, alto, corpulento. Un gigante. Se ha ido de forma brusca, inexplicable, a las pocas horas de decir adiós cuando clausuraba un curso gratuito de actualización en cardiología en el Colegio de Médicos de Las Palmas, mientras la tristeza causada por su jubilación forzada por políticos que no saben de medicina ni de cosas del corazón lo consumía por dentro sin escuchar sus intenciones y las peticiones de los que no queríamos que se fuera. El que fue su hospital y quienes fueron sus pacientes deberían estar de luto. Se llamaba Ruperto Vargas.

Cuando un amigo se va, no hay pañuelos de silencio a la hora de partir sino pañuelos bañados de lágrimas que nos ahogan de sentimiento. Yo sigo pensando en él, mientras recuerdo que fue el primer médico con quien me tropecé en 1975 en las puertas del Servicio de Urgencias del Hospital del Pino (o Clínica Nueva, como la llamaban en aquel entonces en Las Palmas) cuando aún era estudiante de medicina y me acogió como su aprendiz mientras aún me quedaban dos años para ser galeno. Recuerdo nuestras conversaciones sobre la esperanza que nuestras familias habían depositado en nosotros para ayudarles a salir de la pobreza. Pero el sistema sanitario público español siempre ha maltratado a sus profesionales con unas condiciones de trabajo y un salario que no se corresponden con los talentos que tienen sus especialistas. Hay palabras que hieren y no se pueden decir, pero yo les repito a los profesionales sanitarios de su época y a los de ahora lo que mi amigo pensaba: es posible que no se pueda rehacer la realidad, pero a pesar de la traición de sindicatos y partidos políticos, no cedamos más terreno e intentémoslo de nuevo.

No pude ver cómo el barco de fuego le hacía pequeño convirtiendo su cuerpo en cenizas, pero cuando se vaya perdiendo el recuerdo de su voz en el horizonte, qué grande será nuestra soledad. Ahora entiendo más que nunca que ese vacío que deja un amigo que se va es como un pozo sin fondo que no se vuelve a llenar. Cada vez que alguien se muere y la gente se pone a filosofar, olvidamos que no se trata de encontrar el sentido de la vida sino de sentir la vida. Los médicos estamos más interesados en cómo vive una persona que en cómo se muere una estrella, en cómo se comporta un individuo en la sociedad y no cómo un cometa cruza el cielo. La condición humana es el misterio que fascina a la mayoría de los médicos de la sanidad pública, no el estado del universo. Desde que los adelantos de la ciencia médica han hecho que no vivamos en la era del arte de morir sino en la del arte de salvar vidas, eludir la muerte se ha convertido en el asunto central de la medicina moderna.

Cuando pienso que mi amigo se fue sin enterarse, la única certeza que tengo sobre mi propia muerte es uno de esos deseos que todos tenemos en común: quiero que sea sin sufrimiento. Por desgracia, lo que deseamos que ocurra puede que no sea lo que nos ocurra. Shakespeare en su Julio César dice: "De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo. Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá". Yo quiero morir, cuando me llegue la hora, en mi propia cama, consolado por el empleo juicioso de la ciencia médica, pero sin estar forzado a una prolongación estéril de mi agonía. Buen día y hasta luego.

(*) Este escrito ha sido consensuado por Ignacio Coello, Vicente Nieto y otros amigos de Ruperto Vargas