Este país se ha vuelto tan raro y cambiante -de una legislatura a otra- que ya no lo entendemos ni agarrado con pinzas. De la noche a la mañana, un día tras otro, oiremos cosas muy distintas, incluso absolutamente dispares. Eso, en ocasiones, sin apenas haber pasado un año. Los que antes, en el gobierno de turno, decían una cosa, cuando están en la oposición se viran más que una panchona. ¿Será eso que llaman "contraste de pareceres"? Esto último, así aplicado, hay que reconocerlo como razonable. Otra cuestión muy distinta, que se proclame y defienda algo, cuando se hallan en encomiendas gubernamentales, y apenas salidos de ellas y pasados a las bancadas opositoras, cambien súbitamente de parecer.

¿Qué política es ésta? Las ideologías -por cierto, ¿dónde están?- quedan arrumbadas, en más que evanescentes crepúsculos. Se agarran, uno y otros, al vellocino de cargos o puestos de privilegios y el matiz político no cuenta para nada. Prevalece, por encima de todo, incluso del interés general, lo marcado por las esferas mandatarias. Y no digamos nada de lo que se dicta desde supremas cumbres. Allí el alto mando financiero (ocultos poderes fácticos, centralizados en el Club Bilderberg) maneja la batuta de las pautas decisivas, determinantes e irrevocables, con tentáculos mundiales. Y al que no se pliegue a ello o se muestre tibio, el estrangulamiento o, peor aún, la guillotina.

La España en que nos encontramos es un país fragmentado a partir de las comunidades autónomas, a su vez redistribuidas desde los parlamentos regionales (en Canarias, los cabildos insulares) y ayuntamientos (ciudades, pueblos) circunscritos a sus respectivos ámbitos y con un entramado administrativo de altísimo e insoportable coste. La España de otros tiempos llegó a estar diluida en cantones. O sea, parcelitas para el cultivo de grupúsculos influyentes o preponderantes. Y la ciudadanía, menoscabada. Ésta de ahora, peor incluso. Cada parte territorial tira hacia donde le interesa o conviene. De tal modo que es muy posible que en determinados momentos se pronuncien en un sentido y, más tarde, vuelta a la tortilla. También las personas cambiamos, ciertamente, en lo que afecta a la individualidad. De muy distinta trascendencia cuando concierne a gobiernos o entidades públicas, llamadas a legislar en razón de los intereses generales. Hay quienes consideran a los gobiernos que rigen como exclusivos chiringuitos. Juegan su propia partida de ajedrez y saltan de oca en oca porque a mí me toca.

Este país nuestro se halla inmerso en extremas desigualdades. A una parte, el núcleo financiero, en el que cohabitan los más poderosos económicamente; las entidades bancarias, movidas por réditos y tantos por ciento (pobrecitos los engatusados como preferentes). Luego, los gobiernos, que no pocas veces marchan al ritmo marcado desde mayores instancias, aun con máxima rigurosidad. Hurgan incluso en los bolsillos más humildes, los registran y detraen al máximo. Ahora bien: que jamás se les ocurra infiltrarse en las faldriqueras de los poderosos. Pueden dejar exánimes a los ciudadanos, con impuestos y más impuestos (directos o indirectos, gravando el consumo), exprimir las prestaciones sociales, enfilar a los pensionistas... Y, conforme su praxis, no pasa nada de nada, en tanto aumenta desorbitadamente el número de los más ricos. España es el segundo país con mayores desigualdades de la Unión Europea, hasta el punto de que la exigua cifra de ¡veinte! superdotados sumen tanto dinero como juntos los ¡nueve millones! menos favorecidos. Tiene muchísima más trascendencia de lo que reflejan los números. "Éticamente insoportable, económicamente insostenible... Está permitiendo que la riqueza concentrada en las élites económicas esté mermando la democracia", se advierte severamente en el Foro Mundial de Davos. Para trastocarse: las 85 mayores fortunas del mundo acaparan la misma porción de riqueza global que la población mundial más desafortunada, 3.500 millones de personas. Con esta conclusión alucinante: "Los más ricos no solo ganan más, sino que también pagan menos impuestos". Y si se lleva al ramo de los grandes emporios bancarios, sorpresa: ganan más que nunca cuanto más agravada es la crisis. Con lo que en definitiva se reafirma el sabio refranero: "A río revuelto, ganancia de pescadores".

Se ha llegado, de este modo, a situaciones arbitrarias, insostenibles. Este mundo convulso, de una punta a otra de los continentes, cambia o se consume a sí mismo. No se puede seguir por rutas de egoísmos, explotaciones, enriquecimientos como sea, hasta metiendo la mano en los dineros públicos y, al unísono, imponer más sacrificios a los ciudadanos, con dureza, provengan o no de la UE, en la que conviven de modo dispar naciones de prosperidad y riqueza con otras de recursos limitados. Dos balanzas de medir completamente injustas. Si se elabora una política común, ésta debiera ser solidaria y convalidada a las respectivas posibilidades. De otra forma no tendría -no tiene- significado, con situaciones divergentes: a un lado, los ricos y al otro los más precarios. Encima, con cifras de paro y desamparo sangrantes.

Se explican así las grandes conturbaciones sociales, cada vez más extendidas y violentas, frente a desigualdades llevadas a términos inauditos. Por ejemplo, en nuestro país, a un humilde ganador de cualquier premio de 2.500 euros (ONCE incluida) se le descuenta a rajatabla el veinte por ciento. Y, según datos divulgados (Hacienda lo ha desmentido), en la declaración de la renta correspondiente a 2012 se permitía deducir las pérdidas en casinos y bingos. Si deduce lo que se pierde, conforme lo expuesto por una agencia, ¿lo que se gana tiene gravamen impositivo? Esto, francamente, no lo sabemos.

Estamos en un mundo tan raro e ignoto que cualquier cosa es posible. Le discutieron a Galileo que la Tierra se movía (casi lo llevan a la pira) ¿y cómo vamos nosotros a meternos en esos berenjenales? Alguien dijo alguna vez: No des un paso sin saber cuál será el siguiente. El entendimiento humano es tan insólito como el comportamiento. Hilar las dos cosas divergentes es más que complicado. Leibniz, en sus ensayos sobre el pensamiento humano: "Es imposi-ble que una cosa sea y no sea al mismo tiempo". Lléguense a las conclusiones.

Tampoco vayamos a caer en el acentuado pesimismo del economista Niño Becerra: "A los niveles [de prosperidad] de 2006 no volveremos nunca". Nunca se puede decir jamás, cuando hasta las piedras milenarias cambian de fisonomía. Quede, por lo menos, un hilillo de esperanza, aunque la sintomatología sea realmente adversa.