Quizás la piel de la Universidad en Canarias sean los premios y galardones que reciben por sus calificaciones excepcionales los doctorandos, que, por otra parte, recogen la distinción y nada más hacerlo anuncian que se van a la búsqueda de un mejor futuro. Y como a veces nos enfrascamos en los honores e inciensos (¡no vean la cantidad de metopas, condecoraciones y bandas de honor que repartimos al año!), bien nos viene para empujar a la recapacitación males como que el rendimiento de los universitarios de Canarias es el peor del Estado. En el caso de la ULPGC, el disgusto sería múltiple: la cornada que nos da el estudio Datos básicos del sistema universitario español. Curso 2013-2014 (Ministerio de Educación y Cultura) duele aún más, pica en exceso, dada la juventud (se fundó en 1989) de nuestro centro superior, y dada también la admirable constancia grancanaria para lograr arrancárselo al insularismo tinerfeño y a su séquito académico-lagunero.

El largo viaje para la consecución, claro está, no ha sido en balde, pues de haber quedado en quimera el propósito hoy no podríamos hablar del modelo de acceso universitario del que disfrutamos, que hubiese sido imposible dado el coste que supondría para la economía doméstica la centralidad lagunera. Obtener dicha recompensa fue lo que movilizó a la sociedad y obligó a legislar a favor de la ULPGC. Desde aquella fecha fundadora hasta ahora, los sucesivos gobiernos regionales han echado paladas presupuestarias para conseguir un desarrollo óptimo de las infraestructuras, paladas, además, que siempre han sido por partida doble: La Laguna siempre ha estado al quite para reclamar un trato similar a la ULPGC, pese a que su fundación viene de siglos atrás. Como señala el informe del Ministerio, y se puede cotejar por los convenios de financiación, el resultado es que somos uno de los sistemas universitarios más dependientes de los presupuestos de la administración autonómica. Desconozco si es el más caro, el más barato o si se encuentra a medio camino frente a otros territorios peninsulares.

Frente al punto iniciático de los humildes edificios del Obelisco, aún existentes, la ULPGC ha crecido en sus más de dos décadas de vida con la consolidación de varios campus (Tafira, Bañaderos, San Cristóbal y Taliarte), además de disponer de una plantilla que, junto a la de La Laguna, encabeza el ranking estatal, destaca el informe del Ministerio del polémico Wert. Su crecimiento ni ha sido espectacular ni tampoco despilfarrador: responde a las necesidades físicas para atender las demandas de unas titulaciones y de unos centros de investigación; es lo obvio para estar en el mismo nivel o por encima frente a otras ofertas competitivas, y completa estrategias que tienen por finalidad aprovechar la rentabilidad de la situación de Gran Canaria. Así ha sido durante años. Sin embargo, el cambio de ciclo económico y las exigencias de sostenibilidad abren un nuevo escenario: en resumen, mantener todo lo proyectado frente a la adversidad de unos presupuestos autonómicos cada vez más restrictivos, y como consecuencia de ello establecer la mejor creatividad para encontrar nuevas fuentes de financiación. Digamos que ahora hay que pensárselo más de una vez antes de crecer.

¿Y repercute todo ello en la calidad? La ULPGC y otras universidades españolas, acuciadas también por el ministro Wert, no tienen más remedio que buscar el equilibrio para poder afrontar sus facturas de luz, agua, seguridad, mantenimiento, mobiliario, actualización de laboratorios, compra de instrumental... Pero no está en todo ello la clave para saber qué pasa en Canarias para que nos sitúen a la cola en rendimiento, o para tener unas tasas de éxito y de evaluación por debajo de la media. Ha llegado la hora de parar los estertores de lo que en algún momento, dada la bonanza, fue un tren de alta velocidad, y a partir de ahí reflexionar sobre qué ocurre en el interior de las aulas, qué falla tiene el entusiasmo docente, qué despreocupación por los estudios afecta a los alumnos, qué carencia de sintonía existe entre la expectativa y lo encontrado, qué desconexión entre el mundo académico y el laboral determina finalmente lo que se conoce como fracaso, qué pasividad acumula puntos y puntos hasta burocratizar una universidad y convertirla en alimento para endogamia profesional, qué ausencia de espíritu docente influye en la falta de ambición para abrirse camino en la vida, qué decadencia generacional lleva a que los profesores tiren la toalla frente a unos jóvenes con la cabeza ausente...

Quizás, año tras años, nos hemos empeñado en la necesaria piel de la universidad, en la euforia de obtener y palpar su materialidad. Ahora toca aplicar la cirugía sin alardes, sin medidas traumáticas, sin menoscabar el servicio público, sin fomentar la desigualdad... Hablamos de enseñanza, del porvenir, de frenar la sangría de los que formamos y después deciden marchar. Hay que detectar los errores y no esconderlos.