El otro día asistí a la misa de funeral por uno de mis mejores amigos. A la hora de recibir las condolencias de simples conocidos del fallecido pude valorar el efecto analgésico de los automatismos rituales. Son esas frases que por sobadas se desgastan hasta volverse inocuas. Es casi de agradecer que en vez de simpatizar contigo ("...con todo lo que habéis compartido...") te despachen el convencional "...lamento la irreparable pérdida", única fórmula que por vaciada de toda emoción puede ayudarte a aflojar el nudo que te agarrota la garganta o a reprimir las inoportunas lágrimas que pugnan por anegar tu precario autocontrol . Y es que el significado mismo de la expresión "irreparable pérdida" está viciado; la pérdida física tal vez sea irreversible, pero los recuerdos permanecen, para atesorarlos y evocarlos a discreción. Como esas heridas que mimamos, esas costritas que levantamos con precaución y cierto masoquismo, mezcla de dolor y de placer, así podré aventar la memoria de mi amigo, rebuscando en mi botín de recuerdos, ahora tocados para siempre por el agridulce paladar de la nostalgia.

Y me doy cuenta de pronto, que tampoco mi pérdida es real, que es imposible ser pobre cuando se ha sido rico. Y que a los que cabe compadecer realmente, los merecedores del auténtico pésame, son todos esos conocidos que no han tenido el privilegio, como yo, de compartir con un verdadero amigo el pan y la sal de esta vida.