El desarme a cuentagotas de ETA empieza sellando (sin destruir ni entregar) un lote ridículo para el volumen de su arsenal. Salvo la pintoresca Comisión Internacional de Verificación, portavoz de la noticia, y el lendakari Urkullu, nadie confía en el gesto. La banda se resiste a desaparecer para siempre y augura una dosificación que, en el mejor de los casos, solo avanzará con contraprestaciones de todo orden, desde la inmunidad hasta los traslados de sus presos, por no hablar de la integración política de los que ya fueron liberados por el tribunal europeo en un alarde de frialdad sin precedentes. Para aquellos, la causa justa ha sido asesinar a casi un millar de españoles y mantener en jaque al resto del país a lo largo de más de medio siglo. Su pesar por el daño injusto causado a las víctimas no es retractación ni significa una petición de perdón en regla. Esta táctica tiene de todo menos de fiable.

La memoria del país sigue en carne viva para todo lo que se relaciona con la banda. Tal vez quepa entender al nacionalismo de Euskadi en su valoración de los mínimos pasos dados desde el armisticio de hace dos años. Fue el territorio más castigado y también el más constreñido en sus aspiraciones soberanistas. Pero luchar con las armas es una guerra, y esa guerra solo puede acabar con la incuestionable identificación de los vencedores y los vencidos. En modo alguno con la ambigüedad del desistimiento paulatino que tienda a desdibujar el fracaso y la derrota de la parte agresora. Cualquier otra forma de reivindicación de presuntos derechos sería negociable en aras de la paz. No la de ETA, que ha matado por la espalda, con el tiro en la nuca, el secuestro y la tortura moral, sin la menor posibilidad de defensa.

Hemos sufrido demasiado en este país como para reconocer derechos humanos a los inhumanos, y no me cansaré de repetirlo. Para ese perdón ilegítimo bastante hay con las instancias exteriores que no han sufrido el problema en su entorno y dictaminan en frío, con la hiriente insensibilidad de la distancia. Dejar resquicio a la justificación de una enfermedad tan abominable sería tanto como contraerla. El indeseable vicio de la intolerancia es en esto una virtud. Los verificadores que nadie ha llamado están actuando como los hombres de negro de nuestra democracia, tan imperfecta como se quiera pero años luz por encima de la barbarie asesina. Los que nunca perdonaron no merecen el perdón. Y los mayores beneficiados de esta interdicción ética y política serán los vascos. Por ello deben mantenerse intransigentes y no valorar como un paso lo que no vale nada.