La marcialidad de los deportes salta a la vista pese al reglamento y la estilización para lavarle la sangre de la guerra y reducirlo al sudor del esfuerzo. El salto con pértiga es una disciplina creada por la necesidad de superar obstáculos y fortificaciones. El francés Renaud Lavillenie estableció en 6,16 metros el nuevo récord del mundo de salto de pértiga en pista cubierta, un centímetro más que el anterior. Dos días después 150 inmigrantes cameruneses superaron la valla de seis metros de altura que separa Marruecos de Melilla. La medida del récord y la de la valla y el fin último del ejercicio, pasar al otro lado, hacen menores otras diferencias, como la carencia de pértiga y de estilo de los inmigrantes, mucho peor equipados, alimentados y entrenados que el atleta, sin patrocinar ni estar becados por su país, una república del África Central.

Su entrenamiento no estaba enfocado al salto en sí y su falta de sistemática no carece de dureza. Para llegar hasta la valla de Marruecos soportaron noches heladas por el viento del desierto y días de 50 grados hacinados en vehículos que la UE no autorizaría para el traslado de animales. En el viaje no han tenido ni el aporte proteínico que precisa su esfuerzo físico ni una hidratación adecuada (en forma llana han pasado hambre y sed). Aunque separados de sus seres queridos y en tierra extraña, escondidos de la policía y del ejército, están muy motivados para llegar al otro lado porque la incertidumbre es menos cierta que la miseria.

Se entiende que al alcanzar la otra parte celebren la victoria como deportistas, con los dedos en V, el torso desnudo, las sonrisas anchas y la mirada perdida entre un horizonte que no les cabe en los ojos y el éxtasis al que lleva el esfuerzo. Han desafiado las leyes de inmigración del tercer y del primer mundo y la de la gravedad al saltar un obstáculo que costó 5.500 millones de pesetas y es moralmente infame.