Por primera vez en 50 años ETA da para una risa. Bueno, no es verdad, cuando el atentado contra Luis Carrero Blanco había canciones chuscas y chistes sobre el Dodge Dart de Barreiros y nos enteramos de ellas hasta los chavales.

El sainete de los verificadores tiene un punto de humor cruel de la BBC en el que los encapuchados llevan las armas, las muestran y, palabrita del niño Jesús, prometen que nunca más las volverán a usar pero sin soltarlas. Los verificadores que, por definición, deben "hacer verdad", así se lo reconocen al juez mientras el lehendakari, Iñigo Urkullu, hace el ridículo como un espectador que se salta la cuarta pared y no sabe moverse en escena, rígido mientras los profesionales giran a su alrededor. Eso te lo dramatizan bien con un encapuchado que no quiere entregar la pistola porque le tiene apego, porque no le gusta tirar nada que no sean tiros o porque la va a subastar en eBay y te partes la caja.

No hemos llegado a ese estado por la pérdida de memoria sino porque no es lo mismo un largo alto el fuego y una promesa de paz que un asesinado cada dos días, las calles de Euskadi ardiendo y el miedo en el aparcamiento del híper. Sentir y contar el alivio de aquella presión no significa agradecérselo a nadie sino tener salud neurológica. También eran dramatizaciones las mesas de encapuchados con el puño en alto y el antifaz recortado en expresión ceñuda pero aquella mojiganga, pese a su ridiculez, no hacía maldita la gracia. Ahora la voz grave y pomposa del ministro del Interior hablando en contradictorio tiene su chispa porque mientras repica que no echemos las campanas al vuelo por la paz, anuncia la disolución de ETA con voz malhumorada, cuando esa noticia, hace años impensable, pedía castañuelas. Lo teatral no era lo peor de ETA: lo peor eran sus obras y sin tiros, quieras o no, es otra cosa.