Entre el millón de definiciones bienpensantes que tiene la política, una puede ser esta: el arte de conseguir que los conflictos se resuelvan de manera que todos ganen. Y la mala política sería aquella en que se consigue que todos pierdan. Una buena manera de lograr lo segundo es despertar a gigantes dormidos o granjearse enemigos innecesarios.

La compañía española Repsol y el gobierno argentino de Cristina Fernández han llegado recientemente a un acuerdo sobre la indemnización que el segundo debe pagar a la primera por la expropiación de YPF en el año 2012.

Es menos de lo que deseaba la compañía y más de lo que hubiera querido pagar el gobierno pero, ante todo, es la culminación de un proceso en el que nadie ha ganado, empezando por la República Argentina.

La de YPF fue una expropiación hostil, que convirtió a los protagonistas en adversarios de mal humor. Fernández esgrimió la retórica nacionalista con la que suele tapar los pésimos resultados de su gestión económica, y Repsol, que no es ninguna tienda de barrio, movilizó a sus abogados y a toda la red de lobbies capaces de defender sus intereses en cualquier parte del mundo. Objetivo: que la comunidad internacional fuera consciente, por si no se había dado cuenta, de que invertir en Argentina era un deporte de riesgo. Un día metes el dinero y al siguiente te expropian y te niegan el precio justo, venía a ser el mensaje. Al año siguiente, y tras una subida de aranceles a su biodiésel, Argentina exportó a Europa por valor de 500 millones de dólares menos. Pero, sobre todo, no llegó la esperada lluvia torrencial de inversores al yacimiento de petróleo y gas de esquisto de Vaca Muerta, cuya desatención por parte de Repsol-YPF justificó el acto expropiatorio, avalado por prácticamente todos los grupos políticos argentinos.

Hoy la república tiene más que serias dificultades económicas y la pérdida de fiabilidad es una de las causas; el episodio de YPF contribuyó a ello. Nacionalizar la explotación de un recurso natural básico para la economía, como el petróleo, cuando su gestión privada es insatisfactoria, puede ser tan conveniente como privatizar dicha gestión cuando la pública es claramente ineficaz, pero esos son trámites que deben sustanciarse con exquisita prudencia política, nunca a golpe de ardor patriótico. Y menos al precio de la animadversión de quien nos puede hacer mucho daño.