A raíz del debate sobre el Estado de la Nación, hubo una significativa portada de periódico. En ella, aparecían los tres líderes de las fuerzas con más diputados en las elecciones de 2011: Mariano Rajoy, Alfredo Pérez Rubalcaba y Josep Antoni Duran i Lleida. Con dos características comunes: los tres superan o se acercan a los 60 años de edad y (ahí viene el problema) los tres llevan alrededor de 30 o más años cobrando del erario público.

En 1981, Rajoy fue elegido diputado autonómico y, desde entonces, no ha dejado de ocupar cargos (locales o nacionales, de partido o de gobierno); en 1985, Rubalcaba ya fue nombrado director general de Enseñanza Universitaria y, en 1979, con 27 años, Duran fue elegido concejal en el primer ayuntamiento democrático de Lleida. Y no es esta una situación solo detectada en la vida pública, sino también en el ámbito privado (en los tres diarios con mayor difusión en enero, que han sufrido cambios recientes al frente, se han incorporado directores de edades semejantes al trío citado en el encabezamiento; en la banca, los presidentes de los tres mayores entidades oscilan entre los 70 y los 80 años, por lo que recuerdan a aquella vieja foto de los años 80, cuando los septuagenarios "siete grandes" se reunían para hacer y deshacer... hasta la llegada de Mario Conde a Banesto).

¿Qué puede explicar esta voluntad de longevidad, sea pública o privada, ejerciendo de verdadero tapón generacional? Alguien dirá que no gran cosa. Pero otros pueden pensar que esas personas, que nos han llevado hasta donde estamos (crisis institucional, política y económica), pueden tener unos patrones de actuación gastados e inadecuados para sacar al país de donde está... si es que se quiere reformar a fondo. El hecho de que continúen con mando en plaza quizá indica, en cambio, que se persigue lo contrario.