Los inversores necesitan seguridad jurídica -el dinero es muy miedoso- por lo que tras el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno de la Nación contra dos apartados de la ley de renovación y modernización turística de Canarias -en los cuales se limita la construcción de hoteles de cuatro estrellas a proyectos que lleven consigo una rehabilitación- se ha producido un cruce de sensaciones e interpretaciones tan contradictorias en el turismo, la principal industria en las Islas, que aboca al sector a más temores e incertidumbres de las deseadas cuando se necesita consenso y sosiego.

¿Cómo es posible que se difiera tanto en la interpretación jurídica sobre las consecuencias del recurso ante el Tribunal Constitucional? Desde el Ministerio de Industria y Turismo se sostiene que el recurso abre la puerta a la presentación de todo tipo de proyectos sin ningún límite en cuanto a la calificación de los nuevos establecimientos hoteleros, mientras que desde el Gobierno canario se advierte que después de la impugnación del texto aprobado en el Parlamento regional no cabe otra que aplicar una moratoria total en la edificación de nuevos complejos turísticos. ¿Quién lleva la razón? O se da libertad total, según una versión. O se cierra el mercado, según la otra. O todo o nada. Sin matices.

Los hoteleros, promotores y constructores lo que necesitan no es cursar una especialidad en Derecho Constitucional sino claridad en la legislación turística, ya de por sí compleja y con un origen tan enrevesado, confuso y ambiguo como para que el sintagma "maraña administrativa" se convierta en una coletilla de uso corriente que sirve tanto como excusa para no invertir como de lamento ante la demora o bloqueo a nuevos proyectos turísticos.

A los magistrados del Tribunal Constitucional se les emplaza ahora a dictaminar sobre la idoneidad de una normativa sobre el turismo en el Archipiélago que no es que no sea de su competencia sino que no tendrían que ni analizar. Lo ocurrido con la nueva ley de modernización y renovación turística ha derivado en un intolerable conflicto entre Madrid y las Islas que no debería de haber llegado hasta el Alto Tribunal. Que el texto acabe en el Constitucional supone la constatación de un enorme fracaso, de una tremenda frustración, de una grave irresponsa- bilidad política en la gestión de un sector como el turístico, prioritario para la generación de empleo y riqueza en el Archipiélago.

La cerrazón y terquedad por parte de unos y el orgullo y la prepotencia por parte de otros ha llevado hasta el límite un pulso inútil en el que al final interesó mas el cortoplacismo político -queda poco más de un año para las elecciones regionales, insulares y municipales- que la generosidad y amplitud de miras para regular un sector necesitado de menos egos y vanidades mal entendidas y más generosidad y propósito de enmienda. Nadie con un poco de sensatez se puede sentir satisfecho ni proclamarse triunfador de una batalla en la cual el ganador, si es que lo hay, obtiene una victoria pírrica, en la que la ganancia no compensa las pérdidas que puede ocasionar al turismo que está recibiendo todas las tortas que se propinan los Gobiernos de Canarias y de la Nación.

La responsabilidad en la gestión de la crisis ocasionada tras el recurso al Constitucional va más allá de una riña política entre partidos, CC y PSOE contra el PP; de Administraciones, la autonómica contra la central; o de territorios, Canarias frente a la Península. Se han estimulado tanto los sentimientos y las emociones frente a las razones y los argumentos que de la polémica normativa se ha derivado a un pleitismo insular que permanecía anestesiado en el que hasta las patronales de empresarios y las federaciones de turismo de Gran Canaria y Tenerife andan a la gresca.

Si el texto sobre la renovación turística recoge regulaciones inconstitucionales como mantiene el Gobierno central -y argumentos justificados expone como que la ley limita la libre actividad hotelera y aplica una discriminación por razones económicas al autorizar sin condiciones solo los hoteles de cinco estrellas o gran lujo- mal hizo en apurar al máximo, un año, el plazo legal para recurrir la normativa. Y aunque es comprensible el espíritu con el que el Gobierno canario redactó la ley para fomentar la rehabilitación -más de 135.000 plazas en Gran Canaria necesitan una renovación- para incentivar de paso la construcción, sin oxígeno financiero tras la crisis del ladrillo, faltó cintura y predisposición para atender las demandas que exigían unas limitaciones menos restrictivas para los hoteles de cuatro estrellas.

Lo peor es la decepcionante sensación de que tras apurar al máximo la negociación -con encuentro personal incluido entre el ministro José Manuel Soria y el presidente Paulino Rivero- se halle una solución jurídica -la categoría de las cuatro estrellas se olvida y se autorizan proyectos en función de unos parámetros de calidad y servicios- que se empantana a última hora por una discusión de leguleyos: que si el cambio se introduce mediante una modificación en la ley o a través del desarrollo del reglamento.

¿Se puede justificar que una nimiedad formal como ésta al final acabe dando un puntapié a casi dos mil millones de euros destinados a financiar la requerida rehabilitación hotelera prevista en 222 convenios firmados para la renovación de 17.500 camas hoteleras? ¿Es que nadie percibe la magnitud de la tragedia ni es capaz de imponer un poco de sentido común para acabar con el dislate del tiroteo legal que se ha iniciado a cuenta del turismo con el peligro de que acabe siendo una víctima mortal del mismo? Aunque no lo parezca, aún queda algo de margen para que el Gobierno central y el canario salgan del laberinto jurídico en el que se han metido a cuenta de la renovación turística. De ellos depende encontrar una salida.