Claudio está negado para la música clásica! Fue suficiente tan tajante aseveración de su madre, y además prima mía, para despertar mi vocación de mentor, e intentar demostrar que cualquier ser con una pizca de oído musical (en este caso un joven en la edad del acné y del pop) es recuperable para los clásicos. Y aprovechando que coincidía nuestro lugar de veraneo, me llevé una buena provisión de CD de Mozart, dispuesto a afrontar el reto de inocularle a Claudio una saludable infección del clásico por antonomasia.

La elección había sido sencilla: no se me ocurre ningún compositor que respire alegría y revelación de lo perfecto como el genio de Salzburgo. Es más, posiblemente se podría tocar desde la primera hasta la última nota de sus obras completas, una detrás de la otra, sin que el aire dejara de vibrar ni por un momento de júbilo y armonía. Para que no me traten de exagerado, me avendría a dejar fuera de tan gozosa relación a su misa de Réquiem, pues admito que constituye, musicalmente hablando, un heraldo de la muerte, sobrecogedor donde los haya. (Aunque en honor a la verdad Mozart tampoco se cortaba un pelo a la hora de autoplagiarse temas mundanos para colarlos de rondón en sus obras sacras).

En resumen, con el apoyo logístico de algún incentivo complementario espurio, como ofrecerle a Claudio la piscina de mi casa, o el acceso "gratis total" a la pastelería del pueblo, pude disponer de un cupo suficiente de su tiempo, para someterle impunemente a dosis progresivamente más largas y más densas de mi música favorita con el legítimo afán de que se convirtiera también en la suya. Empezamos por la Marcha turca, subiendo el listón con la Pequeña serenata nocturna, intercalando tonadillas populares de sus óperas, y pasando por los conciertos más asequibles, con instrumentos como el clarinete, más afín al rudimentario acervo musical inicial de mi alumno. Poco a poco, lo que fuera umbral de dolor se tornó en nivel de tolerancia, y me cabe el orgullo de que al final del verano incluso hallara mi educando un placer que ya no ocultaba, en escuchar las Misas breves. (Yo le había engatusado con lo de breve, pues aunque por lo general las obras no son largas, su brevedad atañe realmente a la espartana orquestación, lo que convertía estas misas en piezas muy populares en las parroquias modestas de medios escasos).

Pero cuando me convencí definitivamente de haber alumbrado un nuevo forofo de Amadeo fue, bien avanzado el otoño, en una visita sin previo aviso a la casa de Claudio. Ya en el jardín me envolvieron los recios acordes del tercer movimiento de la sinfonía de Júpiter, brotando a chorros por la ventana abierta de la habitación del convertido catecúmeno.

Al saludarle me miró, como pillado in fraganti, despachándose con el comentario: "Es curioso el Mozart este. Gana con el tiempo". Observación que no sólo refrendaba mi pequeña victoria, sino por encima de todo el triunfo irresistible de nuestro ya común amigo Wolfgang Amadeus Mozart.