La reorganización federal del Estado español merece erigirse en idea eje de la reforma constitucional que ya no es posible posponer. No cabe duda de que la crisis económica dramatiza las vejeces de un sistema desgastado que ya no alumbra soluciones, porque es el núcleo del problema nacional. La cuestión catalana se suma a otras muchas expresiones del desfase, como la interminable cadena de manifestaciones con sus derivas violentas o el resultado insostenible del ajuste macroeconómico a costa de la depresión profunda de millones de familias. Según los cálculos del FMI, los índices de paro seguirán en 2020 por encima del 20% de la población activa. Nada digamos de las víctimas directas del riesgo deflacionario que también planea sobre el país. Después de las burbujas hipertróficas llegó la atrofia general y quienes aplaudieron las temerarias liberalizaciones son los mismos que ahora piden "más Estado" y confluyen en recetas keynesianas aunque solapen la adjetivación.

La doctrina europea obsesionada con el déficit sigue exigiendo la minoración de los salarios y del gasto público. Es cierto que la mayor responsabilidad del fracaso se relaciona directa o indirectamente con el gasto público y la deuda derivada, que ya tiene la dimensión del producto interior bruto y no emite señales de alivio de la desigualdad social, sino al contrario. El escandaloso derroche de las administraciones, con sus mil duplicidades y sus legiones de asesores y enchufados, mantiene las magnitudes de los tiempos de falsa bonanza sin la menor sensibilidad efectiva ante el drama de los que, perfectamente capacitados para trabajar, no tienen trabajo y la literal tragedia de una generación perdida cuyo vacío se hará sentir durante lustros.

La federalización de España a partir de un auténtico pacto de Estado es el único medio de regenerar una estructura administrativa que avanza hacia el caos. Las autonomías nacieron en gran parte del trágala de la urgencia, justificada en su momento pero de imposible perpetuación. Un acuerdo reflexivo y consensuado con la mayoría suficiente abriría camino a la racionalización objetivamente fundada en criterios de necesidad. Una de las medidas inmediatas de Manuel Valls, primer ministro francés, es reducir a la mitad las regiones de su país. El frágil Letta no tuvo tiempo para concentrar las provincias italianas, pero Renzi no podrá eludirlo. Los modelos de éxito abundan en el mundo sin apelar a la recentralización sino a la racionalidad de los territorios federados. En consecuencia, no se habla de derogar la diversidad sino de reordenarla con el sentido común que no tuvo espacio en la transición. El gasto público no puede nutrirse de la asfixia fiscal pero tampoco puede frenar la metástasis del paro, la pobreza y el desorden sin corregir, reduciéndola, su propia multiplicación en la dinámica del despilfarro.